A propósito de los debates que se generan en Twitter y los límites de la libertad de expresión que existen en esa red social, revisaba una noticia generada en Buenos Aires respecto de la sanción impuesta por la justicia argentina a una tuitera por ofensas proferidas, y aclaraba que la infractora no irá a prisión pero deberá pagar la publicación de la sentencia en dos diarios y destinar 150 horas a trabajos comunitarios; como bien señalaba el autor de la nota: “Twitter es la puerta del baño público del siglo XXI. Podés toparte con perlas: reflexiones, ideas, humor, poesía y campañas sociales y políticas. Pero también con lo peor: fake news, intolerancia, racismo, xenofobia, pornografía infantil y mucho más”.
En realidad, no resulta ninguna novedad el afirmar que en Twitter se puede encontrar de todo y en ese contexto hay ideas y argumentos que se defienden y atacan con lucidez y serenidad, lo que naturalmente ilustra y dignifica cualquier discusión o polémica que se proponga, tratando de evitar los desbordes que se puedan dar respecto de ciertos asuntos; en esa línea resulta innegable que las opiniones de determinados tuiteros están destinadas a concitar un interés mayor por una serie de factores tales como el número de seguidores, el acierto de las opiniones vertidas, el cargo desempeñado, así como la institución a la cual representan exteriorizando sus ideas y fundamentos. De esa forma, resulta también sensato considerar que tal representatividad obliga a mantener la ponderación y el equilibrio, especialmente si se ejerce una voz que puede orientar pero también confundir de una manera militante.
Menciono esta idea debido a que en días pasados el vocero de la Arquidiócesis de Guayaquil escribió en su cuenta de Twitter una encuesta en la cual preguntaba: “¿Considera que el adulterio, la pedofilia o la homosexualidad son condiciones con las que se nace?, a lo cual se debía responder con dos opciones: “No se nace así o Sí se nace así”. Como era de esperarse, el mencionado tuit generó una reacción radical por parte de sus detractores, quienes sugirieron que la insinuación del sacerdote era una aberración frente al entusiasta apoyo de sus seguidores, quienes proclamaban que esa voz era la voz de la Iglesia. En medio de toda esa polémica, me pareció lógico, entre otros, el comentario de Carlos Jijón, quien señalaba que el sacerdote en mención “debe detenerse y reflexionar sobre lo que está haciendo”, y agregaba que el Arzobispado de Guayaquil debería reconsiderar si lo mantiene como su vocero.
Hay que recordar que lo que se dice entre líneas puede ir más allá de su natural interpretación, teniendo por lo tanto el riesgo de que la opinión se torne ofensiva, inapropiada. Por tal elemental razón comparto la idea de que tan importante institución como es el Arzobispado de Guayaquil tome conciencia de que en estos tiempos lo que se escribe o se publica en las redes sociales puede ser sinónimo de tolerancia e inclusión, pero también de discriminación y desafuero. Que lo anote el “vocero”. (O)