La coincidencia en un mismo día de las celebraciones del Miércoles de Ceniza con la fiesta de San Valentín puede ser un símbolo de la naturaleza flamígera pero perecedera del amor, cuya realización en el romance está necesariamente destinada a convertirse en humo y escoria. Pero si recurrimos a Francisco de Quevedo, ese resto puede ser evidencia inextinguible de eternidad: “... serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado”. El amor y la muerte, como el éxtasis y la consumación, son dos aspectos inseparables de una sola realidad. Esto no se quiere recordar en esta fiesta banal. Romeo y Julieta, Abelardo y Eloísa, Paolo y Francesca y otros grandes amantes, grandes precisamente en función de la impronta trágica de su historia, no reconocerían en esta humorada lo que ellos entendieron por amor.

La celebración de la ceniza tiene un abrumador peso simbólico. Con la ceniza de las palmas con las que se festejó el anterior Domingo de Ramos se nos marcaba la frente, al mismo tiempo que se nos recordaba con grave solemnidad: “Acuérdate de que eres polvo y en polvo te convertirás”. Eres un ser finito, nacido para morir, un destino fatal del que solo se trasciende a través de los dones de la fe, eso quería decir. Esta fórmula sigue vigente, pero se ha dado paso, no sé desde cuándo, a otra en la que se dice: “Conviértete y cree en el Evangelio”. Me parece que con esta reforma reformista, lo que en realidad se busca es sacarle el cuerpo a la muerte... total esto de que te conviertas en polvo es muy fúnebre, suena un tanto sucio y no puede competir con dicharacheras celebraciones mundanas. El gran momento de la vida, el día de la gran certeza, ese instante en que todo cobra su sentido definitivo, la muerte, es excluida también del sacramental religioso, como lo es del barato festival que pretende ensalzar “el amor”.

En su cuento El inmortal, Jorge Luis Borges dice “ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte” y es exacto. El ser humano, como individuo y como especie, comienza a serlo cuando descubre la muerte. Sobre esta certeza se construye la cultura, que tiene sentido solo en la perspectiva de nuestra finitud. Los inmortales en el citado cuento de Borges construyen una ciudad sin sentido ni utilidad, porque ellos tienen tiempo para hacerlo. Pero para nosotros cada instante de nuestra vida importa porque tenemos las horas contadas. Por eso una sociedad que ha perdido la dimensión de la muerte, como ocurre en nuestra modernidad, forzosamente tiene que ser baladí, es decir, insignificante y deleznable. Esto vale para todas sus manifestaciones, la religiosa en especial. Y la amorosa en particular. Un mundo del que hemos desterrado el drama no merece tomarse en serio, literalmente. Nos gusta vivir una eternidad falsa, en la que creemos haber desterrado el dolor y la tragedia con el artificio simplón de no hablar de ellos. (O)

El ser humano, como individuo y como especie, comienza a serlo cuando descubre la muerte.