Pasado mañana mi hermano Kenneth cumple 60 años. Es una celebración privada que no tengo por qué airear ante el público, por más que se trate de un médico y catedrático pundonoroso, un galeno que hace de la razón y la ética las claves de su ejercicio profesional. Sin embargo, una circunstancia me lleva a destacar esa fecha. Sucede que mi más antigua memoria data de ese día y es, como es obvio, el nacimiento de mi querido hermano. Esto aún es un evento particular que no interesaría a mis lectores, si no fuese porque significa que comienzo a tener recuerdos de seis décadas de antigüedad, lo que sí importa para enriquecer esta columna con información añejada y meditada por un lapso significativo. Me impulsa a valorar esta experiencia el constatar repetidamente que los ecuatorianos tenemos pésima memoria colectiva. Si, como se dice, somos lo que recordamos, somos muy poco. Con demasiada frecuencia escucho a distintos actores de la vida nacional, políticos, periodistas, intelectuales, olvidar hechos, deformar otros que me consta no sucedieron así y hasta inventar sucesos que jamás se dieron. Por eso espero hacer un aporte apoyando mi labor de escritor y columnista con doce lustros de recuerdos honestos.

Las primeras remembranzas se refieren a la vida familiar y la melancólica situación de un hermano primogénito seis veces destronado. Pero no son algo deleznable, pues buena parte de ellas están relacionadas con el proceso de modernización del país y del mundo. Los cambios tecnológicos y sociales que se dieron mientras era niño y adolescente no han tenido parangón en la historia de la humanidad. Y desde 1960 ya tuve consciencia y conocimiento de sucesos políticos y culturales. Por ejemplo, temas como la Guerra Fría y la carrera espacial se oían y leían por todas partes. La televisión llegó al país en esos años. Se vivía el boom bananero que trajo al Ecuador una prosperidad modesta si se la compara con la que después posibilitaría el petróleo, pero notable si la ponemos frente a las décadas de miseria que se vivieron entre los años veinte y cuarenta.

Haber pasado de los años sesenta no hace más sabio y ni siquiera más informado. Cada año y cada día son libros pletóricos de información, pero de nada sirven a quien teniéndolos no los ha leído por desidia o ignorancia, incluso no reportan provecho a alguien que habiéndolo hecho no los asimiló. Por eso no presumo y me descubro ante los que me aventajan en edad, en conocimiento y en realizaciones. Leí recientemente un estudio que demostraba que hasta la mejor memoria es muy selectiva y graba finalmente una mínima fracción de lo percibido. Me expliqué entonces por qué mi memoria, de la que a veces abuso, me hace pasar chascos y, sobre todo, por qué hay temas como las cifras y las caras de las personas que me resultan difíciles de retener. En todo caso, aquí está la información acumulada en 60 años, veamos si logro hacer con ella algo interesante y útil. (O)