Si el género es una categoría gramatical presente en el lenguaje y en las lenguas desde que nuestra especie habla, los estudios de género no tienen más de medio siglo de antigüedad. Las investigaciones sobre el género se fundan, por un lado, en la distinción entre el sexo como una bipartición en el real biológico, y el género como una condición de la palabra que está determinada por la sociedad y la cultura, y que tiene efectos sobre la manera como cada ser hablante asume en sí mismo lo masculino o lo femenino. La tradicional “identidad sexual” ha sido progresivamente reemplazada por la “identidad de género”. La primera se refiere a la convicción que tiene cada ser hablante de que es un hombre o una mujer en consecuencia con su anatomía. La segunda alude a la sensación de ser un hombre o una mujer, a veces en contradicción con su anatomía.

La aparición mediática del transexualismo hace aproximadamente sesenta años produjo el predominio de la noción de “género” como algo determinado socialmente y que debe ser explicado y reivindicado, y el progresivo eclipse de los conceptos de “sexo” y “diferencia sexual”. Si anteriormente cada nuevo ser hablante debía –desde el nacimiento– asumir el género que corresponde al real de su sexo, el transexualismo invirtió la fórmula: hoy se demanda –en la edad adulta, aunque en algunos casos desde la infancia– a la medicina y a las leyes que fabriquen el sexo que supuestamente corresponde al género como una posición (o apenas como una sensación) subjetiva. De allí que el transexualismo haya originado dos movimientos que a veces se confunden, pero que están en contradicción: los estudios de género como investigación, teoría y literatura que han terminado sustentando conceptualmente al feminismo, y el transexualismo como un fenómeno que se sostiene en sus propios colectivos y que reclama aparición en los medios.

Hay diferencia, e incluso hay conflicto entre los discursos de los movimientos feministas y aquellos que sostienen los colectivos LGBTI. Pero estas distinciones no están claras para el gran público que los ve a todos como un solo fenómeno mediático, al que califican peyorativamente como “ideología de género”. Los estudios de género han derivado hacia el hecho de que el “género” aluda de modo predominante a uno solo: el femenino, que soporta desde hace milenios los rigores del machismo, la hegemonía masculina, la violencia, la injusticia, el maltrato y la desigualdad de derechos y oportunidades. En esa equivalencia entre el género y el feminismo, el equívoco sintagma “igualdad de género” debe leerse como igualdad de derechos, deberes y oportunidades. En principio, no hay una equivalencia entre feminismo, lesbianismo y transexualismo. Más bien para las pioneras y teóricas más consistentes del feminismo, el transexualismo es una falsa solución, es un cortocircuito que busca la salida inmediata del tratamiento hormonal y quirúrgico para una reivindicación que debe ser peleada y ganada en otro terreno: el debate social, la lucha política y el campo del derecho.

¿Tienen las feministas alguna responsabilidad por estas confusiones que sufre el público profano? ¿Qué convoca en un colectivo común llamado LGBTI a personas tan diferentes? ¿Es el transexualismo un trastorno mental? Seguiremos en dos semanas. (O)