La avalancha de revelaciones sobre abusos sexuales se extiende por todo el mundo y con seguridad arreciará. Estudios en países del primer mundo establecen que entre el 75 y el 90 por ciento de mujeres han sufrido algún tipo de acoso. En naciones como la nuestra, en la que los lazos comunitarios se han disuelto, sin que hayan sido remplazados por una cultura cívica avanzada, esa cifra debe superarse por varios puntos. Esto nos lleva a pensar que la cantidad de hombres que han acosado alguna vez a una mujer debe ser extraordinariamente alta. Cierto es que hay ofensores contumaces, maniáticos que lo hacen reiteradamente, pero para igualar las cifras, las más de las mujeres han sido molestadas o agredidas algunas o muchas veces en su vida. A lo que hay que añadir que con gran frecuencia el atacante es una persona relacionada con la víctima, en el trabajo, en el círculo social y, por desgracia, muy frecuentemente, en la familia. Todo indica que la ofensa sexual es prácticamente una regla, como víctima o como actor. Trágico, pero los números sustentan consistentemente esta afirmación.

Casi sin excepción todas las culturas han tolerado y justificado en los hechos, en alguna medida y en algunos campos, estas prácticas degradantes. Por otra parte, estudios sobre la conducta sexual de nuestros más cercanos parientes en la escala zoológica, los simios superiores, muestran que hay gran diversidad de comportamientos entre estos animales, pero también una chocante similitud con los usos humanos. Se podría decir que en materia de molestia y acoso, el hombre no ha inventado nada nuevo y cargamos, desde nuestra aparición como especie, con el peso atávico de esta actitud agresiva. Sin embargo, esas mismas investigaciones anotan que la violación en sentido estricto, es decir el acceso sexual completo con uso de la fuerza, es prácticamente imposible entre animales.

Como no se puede negar estas evidencias, la universalidad histórica y geográfica de la permisión, la enorme frecuencia estadística y la similitud con el comportamiento de especies afines, se podría sostener que el acoso y el ataque sexual son “normales”. Esto sería una falacia. Uno, porque el hombre no es un simio. En este campo el ser humano es confrontado a su naturaleza animal y se ve obligado a retraerse de ella. Mala noticia para los materialismos que pretenden, todos, reducir al ser humano a una especie animal más. La reflexión sobre el tema nos lleva necesariamente a restablecer la diferencia esencial de nuestra estirpe con todo el resto del Universo y a poner en el centro de la condición humana el factor de la libertad. Somos capaces de decidir y, por tanto, responsables. Y dos, que determinada práctica haya sido históricamente permitida y ejercida tal vez por la mayor parte de la humanidad, no significa que no deba ser superada, porque el ser humano es un proyecto en formación y perfeccionamiento. La agresividad sexual es una actividad controlable, que no puede, por ningún concepto, exceder el límite ético fundamental: la libertad del otro a escoger y decidir. (O)