El comienzo de la novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero, es un espejo. Quiero decir, un espejo del lector, de uno que ha decidido tomarse un descanso y sentarse a leer un libro y, para hacerlo, el narrador le dice que advierta en su casa –especialmente a quienes están viendo el televisor– que no lo molesten, que quiere leer. Y al mismo lector le sugiere que se relaje, que se siente en un sofá y que allí leerá tranquilamente una novela titulada… Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino.

Obviamente, no entro en el juego especular de una novela que cuenta sobre un lector que está leyendo la misma novela que se acaba de empezar, como si estallase un cortocircuito en medio de la nada. Pero sí me detengo en los dos requisitos de Calvino para leer una novela: silencio y relajamiento. Hay un tercer elemento: las otras personas en casa. Lo que quiere decir que el problema surge no para los lectores solitarios, que ellos no tendrían ninguna interrupción sino para quienes conviven con otras personas, sean sus parejas o familiares. Leer no es un oficio solitario, más bien su tendencia consiste en acomodar la soledad.

En cualquier caso, no imagino esos dos requisitos –silencio y relajamiento– para leer poemas, que mucho tiene también de inspiración para sumergirse en ellos, o un ensayo, que parece tener más de trabajo, aunque leer un ensayo de Chesterton o Simon Leys es algo tan próximo al estado poético como a la felicidad. Una novela parece exigir un estado de ánimo particular. Sobre todo si la obra en cuestión es particularmente larga. Piense el lector qué motivaciones lo llevaron a leer –o no leer– un buen mamotreto. Y no tiene que ver solamente con el temor de que la novela pueda ser aburrida o mal hecha. Más bien, a los lectores puros y duros, una novela larga les resulta fascinante. Y no hay que ir muy lejos de los ciclos novelísticos de J. K. Rowling o de George Martin en Juego de tronos. Si tienen ganas de libros larguísimos, busquen la novela río Artamene o Circus El Grande, de Georges de Scudéry, que ronda los dos millones de palabras. Para que se hagan una idea, el Quijote no llega a las cuatrocientas mil palabras y Guerra y Paz de Tolstói casi alcanza las seiscientas mil. Creo que fue Carlos Monsiváis quien sembró aquel tópico de que para leer esa novela larguísima de Carlos Fuentes, Terra Nostra, había que pedir una beca.

Pero esto es rondar la fatiga. Supongamos una novela media, entre doscientas y trescientas páginas. Es un esfuerzo leerla, más allá de que sea buena o mala, porque esos dos requisitos, silencio y relajamiento, no siempre están al alcance de la mano. Y aun así se leen novelas, y bastante largas por cierto. ¿Cómo es esto posible?

Edgar Allan Poe fue uno de los primeros en señalar que el problema de la prosa es que debe ser breve y leerse de una sentada para alcanzar lo que llamó el “efecto inmensamente importante” de la unidad de impresión. De lo contrario, al interrumpir una lectura, interfieren “los asuntos del mundo”. Por eso sugería que al escribir un buen cuento había que hacerlo para que sea leído de un tirón. No dijo nada sobre las novelas.

Lo cierto es que las novelas siempre serán interrumpidas. Por su misma extensión, son muy pocas las ocasiones en que serán leídas de una sola vez. Incluso el cuerpo no resiste permanecer demasiadas horas en un sillón, por más cómodo que sea. Una novela está condenada a ser interrumpida y, más complejo todavía, a que se entrometan en ella los asuntos del mundo. Pero esa es precisamente su riqueza. Los mundos de ficción en una novela, con todas sus exigencias de verosimilitud, contemplan siempre en su hechizo el riesgo de la interrupción. Es inherente a ella. Por eso los novelistas dejan tiempos muertos, establecen transiciones como si dibujasen relieves, porque por allí volverá el mundo con sus problemas. El juego, sin embargo, no va en una sola dirección. Los asuntos de la novela también se entrometerán con el mundo. Es como si le devolviera la intromisión. Y lo hace de una manera radicalmente individual. Cada lector marca su sello personal de lectura, su interrupción es única, no ocurre nunca en el mismo sitio. La variable imprevista para cada lector está contemplada en la ergonomía de una novela. Y esto provoca que haya tantas lecturas contrapuestas, incluida la diferencia fundamental: que cada quien imagina el rostro, el paisaje y el ambiente de una historia escrita solo con palabras.

De manera que en la lectura de una novela habrá ruido y distracción. Y esto no debería preocupar al lector y a quienes las escriben. Las novelas están hechas para eso, por eso se cortan en capítulos. A veces, estos terminan con una intriga que se resolverá en el siguiente, en el clásico recurso de folletín, o se margina y olvida a un personaje que, de pronto, vuelve de nuevo y retoma con fuerza. O se crean planos alternos y retrospecciones. Los recursos son muy variados. La prosa de una novela fluye en un lenguaje veloz, pero con relieves imaginarios de cordillera y abismo, y en esos repuntes y desniveles se refugian los asuntos del mundo, lo que afecta a cada lector respecto a su propia época. Así, la novela se convierte en un refugio extraño y perdurable. Quizá por eso se las sigue leyendo en un mundo con tanto ruido y distracción. Porque la exigencia para leerlas, en el fondo, es lo que ellas terminarán por dar: silencio y relajamiento. Frágiles, a veces perseguidas, a veces mera mercancía, mantienen su enigma milenario y sobreviven al estrepitoso surgimiento de mundos nuevos, de los que tiempo después darán cuenta, sin ruido ni distracción. (O)

Leer no es un oficio solitario, más bien su tendencia consiste en acomodar la soledad.