El día 1 de octubre estaré volando rumbo a Francia sin saber con exactitud cuándo volveré. Hace trece años me hicieron una operación a corazón abierto, debo someterme a otra intervención algo más compleja porque surgió un problema delicado en la aorta. Eso de los trece años me suena un poco a superstición, pues por una insólita casualidad me operaron un día 13 de noviembre a las trece horas. Esta vez será el 16 de octubre.

Aproveché para conocer de más cerca este músculo hueco al que llamamos corazón. Sus latidos oscilan entre cincuenta y cien. A lo largo de un día 100.000 latidos bombean a unos 8.000 litros de sangre, en el plazo de una vida, equivaldría a 1,5 millones de barriles. Cada hora mueren 10 personas por enfermedad cardiovascular. Si bien es cierto que el corazón no es la sede de nuestros sentimientos, modifica su ritmo según las emociones que nos embargan. Nada es tan apasionante como poner nuestra oreja en el pecho de la persona amada, escuchar cómo palpita. Luis Eduardo Aute abordó el tema en una de sus canciones: “Ay, amor mío, qué terriblemente absurdo es estar vivo sin el alma de tu cuerpo, sin tus latidos”.

Tengo cierta afición a la anestesia por haber estado en quirófanos unas dieciséis veces haciendo frente a los más diversos males, piernas y brazos rotos en accidentes de paracaidismo, caídas brutales, catarata, a neurisma, fallas múltiples como suele suceder en los aviones que por totalizar demasiadas horas de vuelo se van en barrena, caen a pique. Estar tendido en una sala de operación con el cuerpo desnudo, tubos en las venas y en la garganta, resulta ser la experiencia más adecuada para poder palpar la insignificancia de nuestras ínfulas. A la vez es reconfortante estar entre gasas y tibios algodoncitos, sentir el amor de alguien. Somos efímeros, no tenemos idea de cómo o cuándo nos tocará volver a la Pachamama. Lo importante sigue siendo la búsqueda de todo lo que puede inquietar nuestro cerebro, alborotar nuestros cinco sentidos. Cuando Ludwig van Beethoven estaba agonizando, pidió que le trajeran una copa del vino dulce de Mosela, Amy Winehouse dijo a su guardaespaldas que la encontró horas después en la cama y sin respiración: “Quiero dormir un rato”. Joe DiMaggio susurró: “Por fin volveré a ver a Marilyn”. Jimmy Hendrix: “La historia de la vida no es más que un parpadeo; la historia del amor es un hola y un adiós hasta que nos veamos de nuevo”. Lady Di, entre los fierros retorcidos de un auto Mercedes solo alcanzó a decir al bombero que la auxilió: “¡Oh, Dios! Cómo duele”. Murió en el hospital. En el impacto, su corazón fue desplazado al lado derecho del pecho, lo que desgarró la arteria pulmonar y el pericardio. Somos adictos a las historias de amor que llevan algo de tragedia: Romeo y Julieta, Eloísa y Abelardo, Héctor y Andrómaca, Hemón y Antígona, John y Yoko, Diego y Frida. Es indispensable recordar a Pablo Neruda: “Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”. (O)