La frase latina del título hace referencia al nombre de una pintura del francés Nicolas Poussin. El cuadro, elaborado entre los años 1637 y 1638, se ubica dentro de un estricto clasicismo, haciendo alusiones a realidades mitológicas y a una ambientación griega. En concreto, la pintura nos muestra un grupo de pastores acompañados de una chica elegante y guapa, vestida con intensos amarillos y azules.

¿Qué es Arcadia? A más de haber sido una región destacada de la antigua Grecia, o lo que es lo mismo, un territorio físico, real, tiene una segunda acepción. Gracias al trabajo de múltiples artistas, poetas y pintores del Renacimiento, Arcadia se volvió una realidad imaginaria, idealizada. Una región de paz y alegría, de una bondad primigenia, de una gracia deslumbrante en los campos y en las sonrisas de sus habitantes: pastores. En esta zona de admirable belleza, en la cual solo cabría vivir en la mejor de las maneras posibles (no con la banalidad de una búsqueda egoísta, falta de gusto y de control en lo referente a los placeres), Poussin incorpora una realidad a la que, acaso por su materialidad de ensueño, sus predecesores no aludieron. En el cuadro los pastores y la chica que los escolta observan, no con sorpresa, pero sí con curiosidad, una figura rectangular de piedra, gris y fría, de la que desciframos es una tumba. Entonces se entiende el nombre de la pintura (Et in Arcadia ego = Y estoy en Arcadia), es decir, la muerte también está en Arcadia. La muerte está también en esa zona maravillosa, está en la mejor de las vidas, siendo desde ese punto de vista una realidad que reclama reflexión.

Todo esto me llevaba a meditar si la muerte sería una tragedia, una pérdida de memoria del mundo, incluso de la mejor de las vidas posibles (como “vendían” a Arcadia), tal si la vida fuera un sueño que acaba y nos deja caer en el olvido, en la nada. O más bien, si tenemos la dicha de vivir una vida que sugiera a Arcadia, o sencillamente, una vida con sus más y sus menos, que tiene momentos que nos llevan a entender que definitivamente es mejor haber sido que no (como en el caso de un atardecer, como la primera mirada al que sería el amor de la vida), pensar que esa dicha es solo un adelanto, un entrever de la eternidad. La muerte o es nada o es todo.

Evocando momentos sublimes, queriendo soñar con Arcadia, me convenzo de lo segundo, que quizá la muerte sí lo es todo. Y resucito a Baudelaire que con aflicción decía: “Es él, este inmortal instinto de lo bello, quien nos hace considerar la tierra y sus espectáculos como un atisbo, como una correspondencia del cielo. (…) y cuando un poema exquisito hace asomar las lágrimas a los ojos, esas lágrimas no son la prueba de un exceso de gozo, sino más bien son el testimonio de una melancolía irritada, de una exigencia de los nervios, de una naturaleza exiliada en lo imperfecto y que quisiera entrar en posesión inmediata, ya sobre esta tierra, de un paraíso revelado.” (O)