Es un mito. Lo pensé esta semana mirando (y sobre todo leyendo) una recopilación de comerciales de la televisión ecuatoriana de los años 70, incluyendo el de aquel hombre que se toma un whisky y se vuelve “decidido como todos, que disfruta de la vida y siempre busca el cambio, hace lo que quiere, posee a todas las mujeres, le es igual una rubia o una morena, y no se casa con ninguna porque solo a Buchanan’s le da su fidelidad”. Cuarenta años después, el “hombre de Buchanan’s” luce ridículo, pero mantiene actualidad como el inconsciente rasgo perverso, persistente aunque actuado de manera contingente, en la mayoría absoluta de los hombres ecuatorianos, en todas las machistas compatriotas (que no son pocas), y en aquellas feministas enojadas porque todavía creen en su existencia real, cuando su realidad es fantasmática, y por ello suscita tanto repudio como deseo, lo segundo de manera inconsciente.
Caricatura de la masculinidad, el “hombre de Buchanan’s” es el heredero del padre de la horda primitiva, cuyo asesinato a cargo de sus propios hijos constituye el mito fundador que origina la prohibición del incesto, la institución de la Ley, y el comienzo de la cultura humana. El padre primordial cuya muerte inaugura la simbólica función paterna, aunque en realidad nunca existió. El padre muerto que deja un lugar vacío e inocupable, porque se ha convertido en la función de Ley y de autoridad a través de quienes lo representan, pero que jamás lo serán. El “hombre de Buchanan’s” es el heredero de aquel padre muerto que poseía a todas las hembras del clan, y que les negaba a los machos jóvenes ese privilegio. En la versión freudiana del mito, los hijos se juntan para matar al padre y luego se pelean entre sí por ocupar su lugar, hasta que el pacto simbólico que somete a todos a la Ley termina con la disputa, y establece la monogamia. En la versión ecuatoriana del mito freudiano, algunas madres “inspiran” a sus hijos el parricidio simbólico, porque en esas familias hay una asociación entre “madre santa” e “hijo macho”.
En realidad, el supuesto “patriarcado” de la sociedad ecuatoriana es apenas un mito fundador o una realidad excepcional en alguna que otra familia. Somos un Estado matriarcal y el matriarcado es común pero disimulado en nuestras organizaciones familiares, lo que no contradice la realidad de la violencia doméstica, del feminicidio y del machismo, que es la modalidad más precaria de la masculinidad, y que por su inconsistencia busca afirmarse mediante la violencia. Cuarenta años después, las ecuatorianas y los ecuatorianos asumimos un poco más que son ellas quienes realmente mandan detrás de la violencia de ellos, porque ellos pretenden de modo patético, compensatorio y disfuncional tener algún poder (no autoridad) celando, controlando, golpeando y a veces matando. Cuarenta años después, a ningún publicista se le ocurriría “el hombre de Buchanan’s”, basado en un fantasma inconsciente, aunque en algunos es más consciente, en aquellos que intentarán ponerlo en acto para exponerse al ridículo. Porque hay una gran diferencia entre creerse la vociferante encarnación del poder (un macho), y saberse un discreto pero efectivo representante de la Ley y de la autoridad (un padre). (O)