Para Carlos Marx la religión era “el opio del pueblo”. Heinrich Heine, poeta alemán, señaló: “…Bienvenida sea una religión que derrame en el amargo cáliz de la sufriente especie humana algunas dulces, soporíferas gotas de opio espiritual, algunas gotas de amor, esperanza y creencia”. La fe como calmante de los sufrimientos terrenales, premiados al morir con gozo y vida eterna. Para Jorge Luis Borges, el fútbol era opio del pueblo, ‘mercado romano’ de piernas y público delirante evadiendo sus realidades. Lo comparaba con el nacionalismo intransigente fanático y estúpido. Rudyard Kipling se mofaba del fútbol y esas “…almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan”. Según Ernesto Sábato la televisión es el opio que anestesia la sensibilidad, aletarga la mente y perjudica el alma, Sadri Khiari lo acredita a la modernidad y todo tras el iPhone y el Facebook.

Para muchos, religión y fútbol son humaredas que envuelven al sujeto dentro de una indiferencia social ajena de su aquí y ahora, consumido por ‘pócimas’ mentales, como la otorgada por Helena a Telémaco para combatirle el lamento, la ira y espantarle el llanto, ante cualquier desgracia (Homero), proporcionándole olvido para todos sus males y cercenando al individuo su zoon politikon generador de dialécticas sociales. Pero ¿qué sucede cuando aquel ‘animal político’ despierta enviciado, manipulado según conveniencias partidistas que nublan su entendimiento, reproduce odios, enfrentamientos que perturban la convivialidad? En nombre de la política se atropellan derechos humanos, se irrespeta la Constitución, se abusa de los poderes del Estado y se enfrenta pueblo contra pueblo.

La historia recuerda a gobernantes que arrastraron sus naciones a la locura, exterminaron poblaciones, dividieron países, construyeron muros. Hoy la geopolítica tiene a potencias moviendo sus arsenales para “arreglar” el mundo con bombazos apocalípticos. La contingencia venezolana exige un acucioso análisis, independientemente de las ideologías enfrentadas, de la injerencia desestabilizadora extranjera, como acusan algunos, debemos ahondar en la compleja relación pueblo-gobierno-poder-Estado, donde el sujeto con hambre, miedo, rabia, impotencia se enfrenta a otro en situación similar, manifestándose “políticamente” en medio de confusión, represión, resistencia y muerte. Argentina y otros vecinos también navegan por aguas turbulentas.

Confucio manifestó que la principal característica de un buen gobernante era la “virtud”, concebida como una forma de autoridad moral, que le permite tener adeptos sin ningún uso de la fuerza. Virtud que posibilita conservar el orden sin necesidad de subordinados leales y efectivos. Para que la política cumpla un rol positivo, se requieren gobernantes no aferrados al poder, que tiendan puentes de entendimiento, generen estrategias de unidad, y a gobernados abiertos a intercambiar ideas, proponer alternativas, practicar la tolerancia, alejando las hostilidades.

No imagino un Ecuador en la disyuntiva venezolana, como pronostican algunos; pero los sucesos poselectorales evidencian una sensibilidad política nacional transitando por una delgada línea. Los gobiernos necesitan fortalecer la democracia, eliminar esos estereotipos de ciudadanos de primera y segunda según colores partidistas o posición económica; se debe incentivar la participación de la población, sacarla del inmovilismo, pero alejándola de fanatismos peligrosos, como los de ciertos grupos religiosos y futboleros. El país requiere un intenso trabajo cultural, un cambio de mentalidad, para posicionar la política como instrumento de diálogo, consenso, análisis crítico, pensamiento reflexivo, organización ciudadana, alejándola del “opio” con efecto bipolar. (O)