Soy uno de tantos ecuatorianos que no tienen la certeza del fraude electoral, pero tampoco que no lo hubo. Pero no dudo de que el Gobierno podría ejecutarlo, prevalido de su control de todos los poderes, incluido el electoral.
Lo sucedido demuestra que el modelo hiperpresidencialista no es capaz de garantizar la libertad del sufragio. Y más allá de la polémica sobre el cómputo de actas, el concepto de fraude debe entenderse en un sentido extensivo.
Se supone que el Código de la Democracia garantiza la competencia de todos los actores políticos en igualdad de condiciones, pero en este proceso sucedió todo lo contrario. Y la inepcia del Consejo Nacional Electoral (CNE) para controlar al Estado-candidato se encargó de confirmar su falta de autonomía y parcialidad.
Jamás hizo el intento de poner freno al uso y abuso de recursos fiscales, que se desplegó por todo el territorio nacional, con la inauguración de obras, con el empleo de los medios de comunicación públicos, vehículos y personal de instituciones estatales, etc. A pesar del desafuero, no hubo siquiera un leve llamado de atención.
No voy a entrar en conjeturas sobre los agentes de la Senain que fueron detenidos la víspera con miles de papeletas premarcadas en Ibarra, la caída de la página web del CNE cuando la tendencia inicial favorecía a la oposición y del video en redes sociales del personal de control electoral festejando el triunfo gubernamental, pero lo cierto es que jamás fue una contienda equitativa e igualitaria, según lo prescribe la ley.
Sería ingenuo pensar que la calle se calentó solo por la falta de transparencia de la elección; fue con mucho el cansancio, el hastío ante tanto abuso y prepotencia que ha caracterizado 10 años de correísmo. Finalmente, se enfrió porque la resistencia humana tiene límites breves, pero la protesta dejó un mensaje de cambio que sería un error ignorar.
El presidente electo llegará al poder bajo el reiterado discurso de unidad y diálogo. Pero tendrá que traducir su palabra en acciones (un buen gesto fue el pedido de retiro del juicio penal del contralor contra la Comisión Anticorrupción).
La prioridad es devolver su institucionalidad democrática al país, con una debida separación de poderes, que es la principal demanda de esa mitad de ecuatorianos que no votó por él. Será la condición sine qua non para recomponer la cohesión social y la interlocución con los sectores opuestos radicalmente a la continuidad de un modelo autoritario.
Es la válvula de escape que permitirá una adecuada gobernabilidad en una transición marcada por la crisis económica y moral. Destacar que inmediatamente luego de su posesión se hará pública la famosa lista de Odebrecht, que se ha mantenido en reserva por disposiciones legales de la justicia norteamericana. Es previsible que será una dura prueba para el nuevo régimen; sin tapujos tendrá que promover la sanción a los responsables, en cumplimiento de su promesa de “caiga quien caiga”.
Debe prepararse para recibir un país con un déficit fiscal histórico de 7,6% del PIB en 2016. La presunta recuperación a la que apela la administración saliente no es sino un espejismo.
Una señal positiva sería la renovación del equipo de gobierno trayendo de fuera del ámbito del oficialismo a prestigiosos profesionales que puedan aportar una visión más pragmática que permita recuperar la confianza de los actores económicos, que están a la espera del anuncio que definirá sus expectativas, positivas o negativas, sobre el futuro del Ecuador. (O)