“Solo venciéndote, vencerás” (Eloy Alfaro). Es la divisa del colegio militar que lleva el nombre del Viejo Luchador. No podemos evitar el miedo, y admitirlo nos ayuda para afrontar la decisión y el acto, a pesar de nuestro temor. Solamente así, reconociéndonos como falibles y mortales, tenemos alguna posibilidad de vencer. Ignorar o desmentir el miedo conduce a la reacción hormonal y autodestructiva. Sin embargo, hay algo peor que el miedo. Es nuestra vanidad y nuestro orgullo. Es la desmesurada importancia y la trascendencia que le otorgamos a nuestra pequeña persona, frente al efímero lugar que ocupamos en el universo. En realidad, nuestro narcisismo es el peor enemigo que tenemos y el más difícil de vencer. Es el afán desmedido e insaciable de reconocimiento que no se resigna a perder. Es el horror al ridículo que nos lanza a demandas y querellas que terminan dejándonos… en ridículo. Es el delirio pleitista que terminará derrotándonos y sepultándonos en el olvido.

“Quien no espera vencer, ya está vencido” (José Joaquín de Olmedo o Benito Juárez, según los diferentes patriotismos). La consistencia del deseo no garantiza la victoria, pero es una condición necesaria. El deseo es lo que nos define como sujetos del inconsciente y de la palabra, sujetos en falta, incompletos e imperfectos, sujetos a la ley. Asumirlo permite despertar cada mañana al deseo. Quien se crea intachable y completo, no desea realmente. Quien se considere perfecto y pretenda saberlo todo, más bien codicia lo que no necesita, se revuelca en el goce y exhibe su gula, su embriaguez de poder y su irremediable insatisfacción ante quienes asisten a su espectáculo. La falta es lo que nos permite aprender y crecer. Peleamos por eso que creemos que nos falta, y cuando lo conseguimos nos planteamos otra meta, pero siempre desde eso que hace la falta en nosotros. El triunfalismo jactancioso es la fachada vindicativa del perdedor que aún no se ha dado cuenta de que lo es, precisamente porque es un mal perdedor y no tolera que otro lo haga mejor.

“Hasta la victoria, siempre” (consigna atribuida a Ernesto Che Guevara). En realidad, no podemos vencer siempre. Ganamos en ocasiones, de vez en cuando, o con frecuencia, pero no siempre. A veces, la derrota nos enseña más que la victoria, pero solo si pensamos que todavía tenemos algo o mucho que aprender. La vida es una sucesión alternada de ganancias y de pérdidas que nos invitan a elaborar duelos por estas últimas. Las pérdidas y sus duelos nos enriquecen a través de las identificaciones que nos dejan a cambio. Quien no espera aprender de sus pérdidas, ya está perdido para siempre. Al final, su palabra deviene repetición de consignas ligeras y desubicadas, alocución patética y penosa que no significa nada, ni siquiera para un público adepto, liviano y complaciente. Hasta la victoria o hasta la derrota, y de allí volver a empezar el interminable circuito del deseo mientras se vive. Solo la muerte pone punto final al deseo de los sujetos y al teleteatro de los invictos, que pasaron por la historia sin dejar nada mejor que muecas, autorretratos e inflamados discursos para inmortalizar su pequeñez. (O)