Usted me cae bien, su esposo, aunque travieso, tiene cara de niño bueno, nos gusta el empeño que pone al tocar el saxofón. Por eso mismo quisiera explicarle en qué difieren nuestros dos pueblos.
Ustedes tienen la hamburguesa, nosotros el sándwich de pernil; ustedes el kétchup chino, nosotros la sal prieta manabita. Tenemos delincuentes comunes, asaltantes de bancos, ladrones de vehículos, de repente crímenes superlativos como en cualquier parte, tenemos brujos y gente ingenua, pero no existe en nuestro país una secta capaz de incentivar a sus adeptos para que se refugien mediante un suicidio colectivo en la cola de una cometa. En nuestras escuelas no entran desadaptados para matar a tiros a docenas de estudiantes.
No sabemos invadir ni tenemos intereses en Marte o en la Luna, nos basta la Tierra con sus problemas. Ustedes son adustos, cautelosos, parcos, prudentes; nosotros somos arrojados, reclamones e impuntuales. Nos arrepentimos a veces de haber escogido candidatos equivocados, somos capaces de elegir cinco veces al mismo presidente, ustedes tuvieron a Lincoln y John Kennedy, no quiero pensar que tuvieron algo que ver en la muerte de un presidente nuestro. Ustedes llaman fácilmente a la Policía, ven acosos sexuales por doquiera; a nosotros a veces se nos va la boca en el requiebro, pero a la hora de la hora sabemos que las mujeres, fuertes como el roble a pesar de su fragilidad física, podrán aguantar lo inaguantable, quedar prendidas de una cuna, de una cama en uno de nuestros hospitales.
Detrás de nuestro temperamento acelerado se oculta una gran emotividad, damos nuestro afecto sin medida, hasta despilfarramos sentimientos. Nuestros defectos son la otra cara de nuestras virtudes. Cuando ustedes, aunque torpemente, bailaron al son de Celia Cruz pensamos que podrían comprendernos como nosotros pudimos vibrar con Sinatra, Michael Jackson o Whitney Houston. Manejan ustedes sus automóviles como si fueran burbujas, nosotros bajamos el vidrio para propinar una sarta de calificativos a los malos conductores, adoptamos la yuca como señal inequívoca de tránsito. No quisimos tomar en serio las pillerías presidenciales ni sus vejigas incontinentes, ya que nos parecieron inocente travesuras. Sus coterráneos enjuiciaron a un primer mandatario, su propio esposo, porque él había solicitado los servicios íntimos de una becaria calculadora. Usted, Hillary, desenredó el asunto con una dignidad admirable. Después de todo reyes y príncipes en Francia, España, Inglaterra fueron o siguen siendo grandes conquistadores. Clemenceau murió mientras amenizaba sus últimas horas de vida con una ninfa pizpireta. Las pijotadas de Bill fueron un juego de niño frente a la invasión de Irak.
Muchos compatriotas nuestros sueñan con tener un empleo en su tierra, pero ¿podría usted explicarme por qué razón más de ocho mil norteamericanos escogieron a nuestra bella ciudad de Cuenca para vivir allí su jubilación?
Quizás después de haber visto por fin a un presidente negro, quisiera saber cómo una mujer enrumbaría el destino de los Estados Unidos. Ojalá pueda usted vencer a su archimillonario contrincante, siempre preferí la hilaridad a las trumpadas. Prefiero que el nombre de Donald se quede con las hamburguesas y no llegue jamás a encabezar la presidencia. (O)