Hubo una época, ya lejana, en la que manejando mi automóvil con agresividad, sentía al ver otro carro rebasarme la inmediata necesidad de acelerar con toda la potencia del motor hasta volver a tomar la delantera. Eso duró un buen tiempo hasta que descubrí con vergüenza la razón de aquella reacción: un mecanismo de defensa brotando del subconsciente me mostraba al desnudo mi oculto complejo. Al verme rebasado, me sentía apocado. Como compartía tan estúpida sensación con otros conductores, tomé altos riesgos subiendo el velocímetro hasta el final de su posibilidad. Les puedo asegurar que manejar un vehículo a 230 kilómetros por hora en una carretera ecuatoriana es una muestra de absoluta irresponsabilidad, pero eso nos pasa cuando no logramos domesticar nuestra lejana adolescencia, no medimos el grado de nuestra estupidez ni tomamos conciencia de que ponemos en peligro nuestra vida como la de otros seres humanos: bendita sea la ley que nos limita a 90.

Muchos mecanismos de defensa desnudan nuestras carencias: el querer prestar a los demás nuestros propios defectos, caer en infantil vanidad al exhibir cualquier artilugio que los demás no poseen: un reloj que mide las calorías quemadas, el último iPhone de Apple (otra vez la manzana). Recordé la época en que salieron a la venta los celulares, el mundo se dividió en dos: el de quienes ya tenían uno y el de los que aún no lo poseían. La fiebre consumista puede llevarnos a cambiar de auto cada año para tener el último modelo, caer en la neurosis del poder en el caso de los políticos (no tolero que alguien se crea superior a mí). La envidia es un homenaje subliminal al talento de otra persona.

Descubrí con bochorno que revelaba mi pobreza espiritual si me molestaba el éxito de algún conocido, si me sulfuraba cuando alguien llegaba a dudar de mi capacidad. Sé perfectamente ahora que se puede medir la sagacidad de un hombre según la facilidad con la que se indigna, los detalles ínfimos que lo sacan de sus casillas, el tipo de insulto que prefiere usar. Tildar de homosexuales a los demás usando el sinónimo más hiriente revela serias grietas en nuestra propia virilidad. Descubrí que muchos de nosotros decimos a menudo lo contrario de lo que pensamos, nacen expresiones como “¡No me digas!” (dime pronto), “¡A mí no me importa!” (estoy picado). Siempre me invadía la ternura cuando preguntaba a mi esposa, presa de una repentina crisis de llanto, “¿qué te pasa” y ella moqueando ripostaba con vehemencia: “¡Nada, pues! ¿Qué me ha de pasar?”. No siempre realicé que había llegado el momento de tomarla en mis brazos para comerla a besos. A esta forma de enmascarar nuestros verdaderos sentimientos encubriéndolos con actitudes contrarias, los psicoanalistas la llaman mecanismo de formación reactiva.

La mujer es un ser a veces difícil de comprender porque nos persigue con sus intuiciones, pone al descubierto nuestras artimañas, se divierte con nuestras reacciones a veces infantiles, pero a la vez resulta muy fácil lastimarla, pues por un detalle se la gana y por un detalle se la pierde. (O)