Fue Augusto Monterroso quien dio la más inquietante y completa definición del ensayo. Y lo hizo precisamente en un ensayo titulado “Cervantes ensayista”. No es cualquier definición. Se trata de una de las oraciones más largas que he leído en lengua española, exactamente 452 palabras. Por supuesto, esas 452 palabras están debidamente pautadas, no solo con comas, sino que hasta podríamos decir que están perfectamente condimentadas con ocho punto y comas, lo que hace que al leerla, mejor si en voz alta y por segunda vez, nos fijemos en cada punto y coma como quien se apoya un ratito a tomar aire porque la oración todavía no termina y, de hecho, no terminará hasta el final del ensayito en cuestión. Qué capricho, dirá el lector, qué alarde inútil, como si ya no hubiera Proust y las largas oraciones de El otoño del Patriarca o esa olvidada pero turbadora novela que es La tejedora de coronas del colombiano Germán Espinosa, donde cada capítulo es una sola oración. Qué capricho, ¿no? Pues resulta que no lo es tanto. Si nos detenemos en la primera parte de la definición, podría bastar. Dice Monterroso: “Ensayo, sabe usted, un texto más o menos breve, muy libre, de preferencia en primera persona, sobre cualquier cosa, o acerca de equis costumbre o extravagancia de uno mismo o de los demás, escrito en tono aparentemente serio pero idealmente envuelto en un vago y ligero humor y, de ser posible, en forma irónica, y preferible si autoirónica, sin el menor afán de afirmar nada concluyente”. Podría estar dicho todo en esas 66 palabras, pero no es verdad.

Tanto hablar de brevedad en Monterroso y recordar siempre su cuento ultrabreve que despertó la admiración de medio mundo y de Ítalo Calvino: “Cuando despertó el dinosaurio todavía estaba allí”. Son siete palabras. Brevísimo. Y luego nos viene con su definición de 452 palabras. Se las traía, Monterroso. Pero lo cierto es que esas palabras no son gratuitas, mucho menos los ocho punto y comas. Cada uno de ellos permite que todo lo que enumera, los atributos y matices de su definición, queden perfectamente separados en bloques de ideas, y que los elementos de la enumeración no se agolpen y se confundan. Y aquí es donde resulta interesante detenerse también en que, más allá de lo que él va explicando, el usar esa pausa progresiva, como quien no quiere terminar la definición, es de lo más sugerente: el ensayo puede abarcar tantas cosas, tan variadas, tan difíciles de circunscribir en una sola afirmación, que lo mejor es ser inclusivo y arriesgar un final abierto. Por supuesto, uno podría escribir como Jean Starobinski un ensayo para preguntarse si “¿Es posible definir el ensayo?”. O remitirse ab ovo a las ya canónicas reflexiones de Lúkacs y Adorno sobre la forma del ensayo. Pero no. Mejor volvamos a Monterroso porque lo mejor de su ensayito, además de su gran definición larga, es la anécdota que relata al inicio de su texto, cuando cuenta que al declararle a una distinguida dama que él escribía ensayos, “ella lo tomó como una confesión o una disculpa, y con un gesto de inteligencia, bajando la voz, me dijo con simpatía: No importa, no importa”.

No importa, no importa. Ahí está la clave. Pobrecito, escribir ensayos. Haga algo más útil: escriba los discursos del presidente de su país, cárguese al presidente de su país, cárguese a la oposición del presidente, o escriba recetas o fórmulas químicas. Pero ensayos, estimado amigo, ¿ensayos? ¿A estas alturas, donde todo debe ser evidencia y títulos académicos? Entonces viene Monterroso y como que a uno lo salva porque además apunta alto, hablando nada más y nada menos que de Cervantes. Pues lo que quiere que veamos es que uno de los grandes ensayistas fue este por el prólogo del Quijote. Cervantes cuenta –esto ya no lo dice Monterroso, se los resumo yo– que no sabía qué hacer con el prólogo de su libro porque no sabía qué decir, a qué autores referir como modelo de lo que había escrito, ni contaba con elogios de poemas de otros autores. En medio de sus dudas se le aparece un amigo y le dice que se invente él esos poemas si no tiene quien se los escriba, que los firme con otro nombre, y que en el prólogo ponga dos o tres citas más o menos cultas que recuerde de memoria sin pensárselo mucho. A Cervantes se le aclara la incertidumbre porque su amigo le ha resuelto el problema. Eso sí, nunca sabemos el nombre del amigo de Cervantes. Y peor aún: ¿por qué ese amigo no le escribe el prólogo si lo tiene tan claro? Misterio del más claro escritor que es Cervantes. El asunto es que casi sin darnos cuenta el prólogo de Cervantes está terminado y es lo que acabamos de leer, aunque todavía no hemos visto lo que ahora sabe –y sabemos– que debe escribir.

Entonces vuelve de nuevo Monterroso –en realidad nunca se ha ido en cada una de las palabras que he escrito– y nos hace entender que eso también es el ensayo: exhibir las dudas, empezar una búsqueda, reírse un poco de sí mismo, aludir y dar algunas vueltas. No importa, no importa, le dijo la distinguida dama. ¿Sirve de algo, entonces, el ensayo? ¿Por qué insistir con una forma que no pretende ser ciencia ni exige pruebas y no concluye nada? Los grandes ensayistas lo saben y por eso siguen escribiendo ensayos y por eso nos tienden trampolines o definiciones de 472 palabras. Por supuesto, yo no les iba a citar completa esa definición, aunque podría haber destinado la mitad de las mil palabras de este espacio, pero tenía que darles un paracaídas y dejarlos con la curiosidad de ir a leer ensayos y sobre todo los de Monterroso, en especial ese que está incluido en uno de sus últimos libros, Literatura y vida, y que lo lean en voz alta y se queden sin aliento y con la mente dispuesta. (O)

Monterroso nos hace entender que eso también es el ensayo: exhibir las dudas, empezar una búsqueda, reírse un poco de sí mismo, aludir y dar algunas vueltas.