Durante los cinco años que viví en Marruecos dije cualquier cantidad de veces al día “assalamu alaykum” y me contestaban “alaykum salam” (salam en árabe significa paz). Los judíos dicen shalom, los católicos se dan el abrazo de la paz. Pax vobiscum significa la paz esté con vosotros. En ruso, mir significa paz o mundo. El Corán dice: “No hay dos musulmanes que se encuentren y se estrechen la mano a los que no se les perdone antes de que se separen”. “Al-lah aborrece cualquier disturbio de la paz (Corán 2: 205). Pero que sea ‘paz’ en castellano, peace en inglés, pace en italiano, paix en francés, el asunto se queda varado en puras palabras.
La verdadera paz nace dentro de uno mismo. Un ser humano que no esté en paz consigo mismo se volverá preso de muchos conflictos, es posible que responsabilice a los demás por su más íntima neurosis. Ciertas personas se vuelven como el cactus, llenas de espinas que impiden cualquier acercamiento. La paz personal se siente desde adentro, es una sensación de bienestar, tranquilidad, conciencia clara sin turbulencias, salud emocional, capacidad que desarrollamos para desconectarnos de los impulsos negativos que llevan al odio, al rencor, al resentimiento. Sabemos en realidad cuándo cometemos faltas, cuándo nuestra conciencia pierde su transparencia, se vuelve turbia, cuándo tenemos alguna basura en el alma. Por eso es maravillosa la mirada del niño, directa, frontal, la que ciertas personas logran conservar en su edad adulta. Amar es poder mirarnos a los ojos hasta fusionar en una sola las dos almas. La paz interior se exterioriza por una permanente amabilidad, una sutil cortesía. La paz interior no sabe gritar ni desbocarse, no se enfurece, manifiesta hacia los demás una absoluta tolerancia. De pronto se acerca al estoicismo que permite tomar con calma las cosas que no nos es posible cambiar. Frente a la muerte nos permite guardar una resignación carente de temor, a sabiendas de que todo tiene un principio y un final.
“Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y uno para cosechar, un tiempo para llorar y otro para reír, un tiempo para destruir y uno para construir; un tiempo para matar y otro para sanar, un tiempo para estar de luto y uno para saltar de gusto, un tiempo para esparcir piedras y otro para recogerlas, un tiempo para abrazarse y uno para despedirse, un tiempo para intentar y uno para desistir, un tiempo para guardar y otro para desechar, un tiempo para rasgar y un tiempo para coser, un tiempo para callar y uno para hablar; un tiempo para amar y uno para odiar; un tiempo para la guerra y otro para la paz” (Eclesiastés 3: 2). Sigo aprendiendo, pues en el otoño de la vida nos volvemos más flexibles, nos resulta más fácil perdonar, olvidar. No hay amor posible sin aquella paz interior.
Eclesiastés entonces nos permite mirar la vida con aquella paz interior que considera la vida como un préstamo, el cuerpo como un vestido alquilado. (O)