No creo que el diálogo convocado por el Gobierno Nacional tenga un resultado fructífero por la forma en que está diseñado. Hay un desenfoque notorio al darle un matiz excesivamente burocrático. La urgencia de llegar a acuerdos en varias áreas con la sociedad civil organizada no está para las esperas y los ritmos que marca el secretario de Senplades, con tres etapas que incluyen la sistematización de las conversaciones o de las propuestas por parte de ese organismo: oír, procesar, tabular, concluir, para más tarde resolver. Tres meses para llegar recién a una primera etapa. Un trámite superburocratizado, o sea poco efectivo y práctico, pero no se los puede censurar porque eso es lo que la entidad sabe y conoce.
La planificación de los diálogos y los tiempos que pretenden emplear me llevan a la conclusión casi inequívoca –no quiero ser dogmático– de que el Gobierno no ha entendido el mensaje de la calle que pretende ser escuchada y atendida, con la posibilidad admitida de no ser satisfecha en todas sus pretensiones, pero con la satisfacción de saber valorar el hecho de que le han prestado oído a sus demandas.
Además, es de suponer que cualquier diálogo nacerá enfermo y contaminado si antes de sentarse a conversar se sigue descalificando al interlocutor, pues las armas hay que guardarlas no solamente al momento de tomar la silla, sino desde mucho antes para crear un ambiente de distensión y de confianza recíproca. Si hay verdades inmutables sembradas previamente en las cabezas de cada uno de los dialogantes, el resultado será un fracaso y se habrá perdido el tiempo inútilmente con expectativas y esperanzas falsas.
Lo peligroso de que la propuesta de dialogar no se concrete en temas específicos y urgentes es que cada colectivo reclame ahora la solución de los problemas de su sector y se forme una masa enorme de demandas insatisfechas que lleven a la convulsión social e impidan la paz ciudadana, por lo que estimo que la apertura del régimen para con la ciudadanía debe ser lo más amplia posible desde ahora, no con cuentagotas, para evitar conjeturas y suspicacias que no siempre son buenas consejeras, al mismo tiempo que la amplitud y la apertura parecerían sinónimos de buena fe.
Mientras no haya actos reñidos con la ley, los ciudadanos tienen derecho a salir a las calles a expresar civilizadamente sus reclamos por los olvidos reales o presuntos de sus mandatarios. Esos ciudadanos en su conjunto son lo que llamamos “pueblo”, la única entidad cívica que otorga o revoca los certificados de calidad a los políticos.
Hay que aprender a convivir con quienes tienen opiniones distintas a las nuestras. No tenemos derecho –ni los unos ni los otros– a aceptar un proyecto de país que no nos satisface, y esa debe ser la razón intelectual del diálogo para hacer, con el aporte de todas las vertientes y tendencias, el mejor diseño arquitectónico y la mejor construcción de eso denominado Estado, aunque haya elementos en su estructura y en sus accesorios que no nos satisfagan del todo.
Finalmente, los diálogos tienen sentido si quienes conversan tienen niveles jerárquicos similares en un lado o en el otro, junto con cierta capacidad decisoria para no depender de una sola persona que lo resuelva todo. Veremos si se materializan los diálogos y los acuerdos se dan, pero mientras la representación sea más simple y el trámite más expedito, será también más fácil llegar a conclusiones. (O)