Saint Nazaire

Vine a Saint Nazaire por una residencia de escritor que ofrece la MEET (Maison des Écrivains et Traducteurs Étrangeres), una casa de escritores y traductores que, desde hace décadas, acoge a escritores de todo el mundo y los hospeda en un departamento con vista al estuario del Loira, en la costa atlántica francesa. Aquí, en el décimo piso de un edificio que se levanta junto a la diminuta isla de Petit Maroc, estaré dos meses. Aparte de trabajar en un libro, mi propósito paralelo durante la residencia es dedicarle estas páginas quincenales a lo que me señalen las mareas de Saint Nazaire.

Así que serán cuatro entregas. Me siento un Dickens. No sé qué saldrá. No me considero un cronista aunque escribo en prosa. Así que empiezo por lo más cercano. En una de las paredes del departamento un artista taiwanés ha escrito en un lienzo de dos metros unos caligramas chinos con un texto del autor portugués Miguel Torga y que consta también en versión francesa: “Lo universal es lo local pero sin los muros”. Que la frase de Torga no esté en portugués es un buen augurio. Siempre he creído que el espectro de la literatura exige saltar muros. Lo local, aquello que nos acompaña desde el lugar en que nacimos, no se pierde pero hay que saber mirar lejos, incluso para aprender a mirar lo propio. Y con mirar el estuario del Loira y los astilleros de Saint Nazaire de inmediato me vienen a la memoria los esteros y astilleros de Guayaquil, su río, o su ría, es decir, donde se quiebra la frontera de un río convencional porque entra el mar. Rotas las fronteras, en un flujo y reflujo de mareas, me dejo llevar por ese vaivén y escribo.

Hasta que salta también lo real, a modo de punto de apoyo o trampolín. Saint Nazaire es un astillero sumamente activo aunque una de sus principales actividades, la de puerto de embarque hacia el resto del mundo, desapareció hacia mediados de los años setenta del siglo XX. Desde aquí, como desde Le Havre y otros puntos de Europa, embarcaron alrededor de sesenta millones de europeos hacia América entre 1820 y 1925. 60 millones, recuérdenlo funcionarios de inmigración europeos: 60 millones. Todo debido al desarrollo de tecnologías navieras que permitieron sofisticadas embarcaciones, y que se pueden conocer en el museo Escal’Atlantique, donde se reproducen los interiores de estos grandes barcos. Luego vinieron a reemplazarlos los vuelos masivos y así terminó en Occidente la migración marítima.

Pensando en esos migrantes, me doy cuenta de que navegar a lo desconocido es el ejercicio de imaginación más radical. Durante varios días la línea del horizonte es como un papel en blanco donde los emigrantes proyectan los edificios de su ilusión y rondan los fantasmas de su pasado. No hablaré de mis fantasías aquí porque esas van al libro que trabajo, pero quizá estaría bien hablar de los fantasmas que merodean en este departamento, donde han residido escritores como Reinaldo Arenas, César Aira, Ricardo Piglia, Marosa di Giorgio, Gao Xingjian, el premio nobel chino, y también escritores ecuatorianos como Edwin Madrid, Mario Campaña o César Vásconez, y amigos míos como Eduardo Halfon o Ronaldo Menéndez. La MEET ha publicado algunos de sus libros, escritos durante su residencia, en unas sobrias ediciones bilingües. El primero que encuentro al instalarme es uno de Reinaldo Arenas, Meditaciones en Saint Nazaire. No conocía este título de Arenas y no es hasta este momento que me entero que residió aquí. Veo las fechas del libro: se publicó en marzo de 1990 y Arenas murió en diciembre del mismo año. Exiliado de su Cuba natal, de la que huyó perseguido por el régimen de Castro, Arenas alude a un pensamiento de Lezama Lima según el cual América Latina tiene una tradición de lo desconocido porque toma de todas las culturas (de nuevo los muros eliminados de Torga). Sabiéndose desahuciado por la enfermedad que se lo llevaría en unos meses, Arenas escribe las últimas líneas de su libro. Parece como si hubiera tendido un puente secreto a otro escritor que también sabía que iba a morir pronto, Roberto Bolaño, exiliado a su vez de otro país que sufrió la otra dictadura larga, la de Pinochet. Escribió Arenas: “Solo quisiera pedirle a este cielo resplandeciente y a este mar, que por unos días aún podré contemplar, que acojan mi terror”. Arenas murió a los 47 años, con tres años menos que Bolaño.

Sin embargo, precisamente por haberlo escrito, quiero creer que Arenas fue feliz aquí en Saint Nazaire. A fin de cuentas, la escritura es tanto una invocación impredecible como un exorcismo. En la estantería del departamento encuentro el libro de otro residente, César Aira, y al que tituló imitando el de su idolatrado Raymond Roussel: Nuevas impresiones del Pequeño Marruecos. “Petit Maroc” es el nombre de un barrio que está aquí al frente, una islita comunicada por dos esclusas. En su libro, Aira es feliz, y seguro lo es ahora mismo en los cafés de Buenos Aires donde se pone a escribir novelas brevísimas como esta, que más que novela es una especie de ensayo, y, más que ensayo, prosa a la deriva. O novelitas, como las llama él. Paso las páginas de su libro y sí, Aira es feliz, divagando como siempre y haciendo de la escritura un ejercicio de disolución. Hasta que me encuentro con unas líneas fulminantes contra Julien Gracq, el autor francés nacido a orillas del Loira, y contra su enigmática novela El mar de las Sirtes. Mal asunto. Gracq es uno de mis autores preferidos. Lo descubrí allá, en una pequeña librería de Guayaquil, a precio de saldo, sin saber que un día estaría de visita por sus tierras. Así que tendré que discutir con Aira. Pero será en la próxima entrega, en quince días. Es un buen tiempo para leer a Torga, a Aira, a Gracq, a Arenas, y seguir deshaciendo muros.(O)

Siempre he creído que el espectro de la literatura exige saltar muros. Lo local, aquello que nos acompaña desde el lugar en que nacimos, no se pierde pero hay que saber mirar lejos, incluso para aprender a mirar lo propio.