Me detuve un instante para tratar de comprender por qué el predicador de turno se volvía frenético, gritando a voz en cuello, agachándose hasta el suelo para luego erguirse blandiendo una Biblia como si fuese el guion del Juicio Final. Amonestó en forma, mientras los ojos lanzaban rayos. Si no mal entendí, éramos todos unos pecadores, ignorábamos que se acercaba el fin de los tiempos, o sea, el apocalipsis, el Armagedón, la aniquilación del planeta. Nuestro destino era un infierno donde demonios despiadados nos estarían asando a fuego lento como se cuece un bife chorizo en la Parrilla del Ñato. Aparentemente, nuestros peores pecados tenían que ver con el sexo, casi llegué a pensar que debía sin perder un solo minuto ahuyentar a los demonios que me impulsaban a mirar en el escote de las mujeres con indudable entusiasmo.

De inmediato volvió el recuerdo de mis estudios de griego: euanghelio significaba buena nueva, alegre noticia; pero lo que escuchaba no incitaba a armar farra, desatar jolgorio, jarana, juerga. Debía caer de rodillas, suplicar a los dioses para que no me carbonizaran, me churruscaran, me achicharraran como si fuera un costillar cualquiera. El predicador leyendo mis pensamientos se desató en contra de los pecados de la carne. Debía, supongo, ponerme anteojeras como aquellas que llevan los caballos espantadizos, dejar de mirar los excesos de tensión superficial que ostentan ciertos pechos femeninos. No hubo alusión alguna a la eventual bondad del Divino Creador, estaba esperando el juez supremo que exhalase mi postrero suspiro para presentarme la factura de mis múltiples desvaríos.

El asunto iba en serio, pues el predicador disponía de altoparlantes, podía de una sola mandar a la gehena a todo un barrio. Nunca podría aceptar una religión basada en el terror frente a un dios que todo lo ve, todo lo acecha, se cuela en mi cerebro hasta encontrar la más insignificante travesura. Viví una infancia poblada de amenazas, fantasmas, terror al confesionario, a la comunión sacrílega, al manoseo; pronto decidí, en nombre de la razón, liberarme de aquellos acosos, absurdas intimidaciones. Sigo viendo con sumo agrado las curvas femeninas, recuerdo el “oculos habent et non videbunt” (tienen ojos y no ven). Hace mucho tiempo que llegué a rechazar solamente las perversiones basadas en la violencia, la opresión, el maltrato, la falta de respeto y, sobre todo, la pedofilia de tantos sacerdotes y otros depravados. Todo lo que tiene que ver con el sexo me parece inocente mientras no lastime ni obligue a nadie.

¿Pero para qué gritar imprecaciones, lanzar admoniciones, aldabonazos, advertencias? Existe una ordenanza contra el ruido que nadie respeta, ni el predicador de la esquina ni tampoco las iglesias, pues recuerdo que en ciertas ciudadelas bocinas de alto poder obligan a todo el barrio a escuchar himnos, sermones y cánticos algo desafinados. Para Navidad el menú litúrgico de Puerto Azul incluyó tres misas, una tras otra, de altísimo vataje. Las ceremonias deben celebrarse dentro de un templo y no fuera de él. Existe el acoso religioso, no solo el político, ¿lo sabían? (O)