Recuerdo cómo en la guerra con el Perú los campesinos más pobres bajaban del páramo con una bolsita de alimentos (de los que ellos se privaban y privaban a sus hijos) para entregársela a los soldados: era su aporte para esa patria que sentían latir bajo su poncho.
Recuerdo cómo en la tragedia de La Josefina la gente donaba lo que podía, lo que tenía, para ayudar a los damnificados, que fueron muchos. Y cómo en el terremoto de Bahía, toda la ciudad se organizó para derrotar a la adversidad.
Hay momentos en que ese sentimiento de solidaridad nos aúna, independientemente de nuestra situación económica, de nuestras creencias, de nuestro color de piel. Es algo inasible. Es un impulso que nos grita desde atrás, tal vez desde la historia, y que nos impulsa a mirar hacia el más necesitado y extenderle la mano. Y entonces una sola bandera nos cobija, un solo nombre nos aúpa, una sola canción nos estremece.
Es como si el infortunio nos impulsara a sacar lo mejor de nosotros, para recuperar la fe en nosotros. Y entonces somos Ecuador. Todos somos Ecuador.
Ese es el grito con que acompañamos también a la ilusión ante un fenómeno inentendible: el fútbol. Ahí, curiosamente, ya no es la desgracia la que nos aglutina: es la esperanza. La esperanza de victoria. Y por eso la bandera tricolor flamea en las manos de todos, y los niños y los viejos visten la misma camiseta. Todos, entonces, somos Ecuador.
Creemos –hemos creído– que quienes nos representan son unos muchachos idealistas que dejan los jirones de su piel en cada lance, que riegan con su sudor nuestro optimismo, que están ahí por el honor de representar al país que tanto ha hecho por ellos, que tanto ha confiado en ellos, que tanto ha soñado en lo que ellos nos pueden entregar: un gol, un partido, una copa. Un gol que, por un momento, nos haga acariciar la gloria.
Asumimos las derrotas con una tristeza que, paradójicamente, es optimista: en el próximo partido ganaremos. Sí podemos. Sí podemos. Y, por eso, ponemos todo lo que está a nuestro alcance para apoyar a esos muchachos en los que nos vemos reflejados: si hay que pagar un impuesto adicional, lo pagamos; si hay que construirles una sede, la vemos con buenos ojos; si hay que gritar, nos desgañitamos; si hay que ir, vamos; si hay que poner banderas, las ponemos en nuestro auto, en nuestra casa, en nuestro trabajo (tengo la imagen vívida de hace dos meses: el día en que nacieron mis nietos mellizos jugaba la Tri en el Brasil, entonces entró a la habitación del hospital una enfermera y chantó sobre sus cunas dos banderitas tricolores y creo –quiero creer– que mis nietos sonrieron).
Por eso, lo que está pasando ahora nos estremece, nos desconcierta, nos abruma: a algunos de los muchachos de la Tri fue el dinero lo que los movió, lo que les importó, lo que los motivó. Y, como en cualquier pandilla, el mal reparto, el despilfarro, las trapacerías han hecho que afloraran malquerencias y rencores, y han roto eso que alguno de ellos llama “código de camerino”, cosas hechas en secreto, a nuestras espaldas para no tener que rendir cuentas.
Y nosotros que pensábamos que quedaba en el país algo más que no fuera la desgracia para unirnos. Y nosotros que creíamos, ilusos, que ellos jugaban por el honor de representarnos en la Selección. Y nosotros que gritábamos por ellos.