Teniendo que someterme por prescripción de mi cardiólogo a una dieta estricta empecé a sumar calorías sin poder rebasar las mil doscientas diarias. Aquello supuso una ruda disciplina, tomé interés en la prueba, pronto se me hizo costumbre. Decidí entonces calcular lo que llamé las calorías del alma, pues si podía saber con exactitud la cantidad de energía con la que llenaba mi envoltura también podría sumar lo positivo, restar lo negativo de mis diarias vivencias.

Pronto tomé conciencia de mis carencias. Viviendo frente a un río de pasmosa belleza, teniendo la posibilidad de presenciar sobrecogedoras presencias de la luna sobre las aguas, casi no me asomaba a la ventana, vivía replegado en mi dormitorio en contacto con mi computadora. Teniendo un piano maravilloso en la sala dejaba pasar día enteros sin acercarme a él. Mi Facebook me daba la eventual oportunidad de captar mensajes enriquecedores (hay que saber escoger los contactos), pero perdía mi tiempo en diálogos intrascendentes por el chat. Aquella aptitud que todos podemos tener para sumar instantes de felicidad podía desperdiciarla como se deja correr agua por dejar el grifo abierto. Recordé la raíz de la palabra felicidad: para los griegos, tener un buen daimon era como poseer una estrella. En la filosofía zen encontré la frase mágica “Busca lo que te hace falta dentro de lo que ya tienes”. Gozar de buena salud a pesar de esporádicos achaques ya es una suerte, encontrar en nuestra mesa el sustento diario es otro privilegio. Llenamos nuestra mente de obsesiones innecesarias. Recordé la anécdota de aquellos dos monjes tibetanos, uno joven, el otro anciano, llegando a orillas de un río, viendo a una mujer bellísima que les pide ayuda para cruzar. Estupefacto, el joven monje ve que el monje viejo propone a la mujer treparse en la espalda. Una vez cruzado el río los dos monjes prosiguen su viaje. Al caer la noche, el joven pregunta: “¿Cómo pudiste tomar en la espalda a esta mujer casi desvestida, tú que hiciste voto de castidad?”, a lo cual el anciano contesta: “A esta mujer la llevé cargada un par de minutos y me olvidé de ella, mientras tú después de todo un día la tienes invadiendo tu memoria”.

Perseguidos por nuestros instintos, impulsados por nuestros anhelos, frenados por nuestras frustraciones, aguijoneados por nuestras ambiciones pasamos al lado de todo con pasmosa ceguera: el rayo de sol en la ventana, la sonrisa de una persona amada, la risa de un niño, la eclosión de una flor. Vemos en fotografías extraordinarias la puesta de sol que podríamos contemplar en vivo, nos privamos del te amo que podría iluminar nuestra relación, olvidamos los mil detalles que son fragmentos de dicha, las cortesías o atenciones que son pedacitos de felicidad, no sabemos apreciar lo que poseemos porque lo tenemos cerca. Nos acostumbramos. La rutina puede ser gloriosa cuando corresponde a un rito sabroso (durante cuarenta años le llevé a mi esposa el desayuno a la cama), pero puede también opacar cada instante de nuestra vida. En el fondo creo que tenemos la felicidad que nos fabricamos.