La explicación del origen divino de los reyes –llámense Huayna Cápac o Enrique VIII– no es más que una fábula instrumental. Que algunas monarquías persistan en Occidente demuestra que el ser humano necesita, frente a los fantasmas de su inseguridad, de fábulas sobre princesas y reyes, que deberían quedar para los cuentos infantiles, los salvajes libros de historia y el lenguaje iniciático de los amantes. Quizá es peor: a los hombres les gusta someterse a un ideal de perfección con rostro y nombre concreto, y no a las siempre borrosas y abstractas pero más eficaces instituciones.
No es que yo le tenga una manía especial a las monarquías. Siempre me resultaron indiferentes. A lo que le tengo manía es a la perduración en el poder, de cualquier tipo. Resisto poco a un presidente o gobernador o alcalde reelegidos, porque en esa continuación, casi siempre, la mente del funcionario y de su equipo sufre una milimétrica alteración neuronal que, de pronto, como si allí mismo ocurriera esa iluminación divina, parecería indicarles que sigan, que por qué no, que nadie lo hará como uno mismo, que los demás no están preparados y que, a fin de cuentas, la gente se resigna. Allí es cuando se producen los cataclismos y la pérdida de rumbo. Una reelección, incluso en el mejor de los gobiernos, es señal de dependencia a un individuo, una señal de fragilidad de su propio partido y de las instituciones públicas que perderían supuestamente su eficacia si es que no continúa el mismo “funcionario” mesiánico. De allí que las monarquías con sus reyes y las revoluciones con sus líderes sean las dos caras de la misma moneda con la que se paga el cuento. Con la diferencia que Juan Carlos I al menos abdicó, aunque bien blindado, mientras que Fidel Castro sigue sin hacerlo y Bashar al-Asad, en la supuesta República Democrática de Siria, lleva gobernando catorce años y no afloja.
Cuando llegué a España en 1998, la monarquía tenía una imagen impecable en Europa. Ningún escándalo de corrupción, ni siquiera una infidelidad al estilo de la telenovela del príncipe de Gales y Lady Di. Lo que se vendía eran las noticias discretas de la prensa del corazón, para saber lo sencilla que era la infanta Cristina en su residencia barcelonesa o las bromas ocasionales de su padre. Demasiado había convivido España con esta monarquía como para recordar que durante un tiempo no pasó nada por no tener reyes, como nada malo pasa sin reyes en Francia e Italia, ni en el resto del mundo. Mucho bienestar económico había en España como para preocuparse por esas nimiedades de una monarquía perpetua y aforada, y menos por esa nimiedad de que la prensa española no pueda criticar a fondo al rey, y menos los jueces. La crisis económica abrió los ojos. Estalló el escándalo del esposo de la infanta Cristina, como han estallado tantos escándalos de corrupción en una España de la que antes nadie criticaba nada, y que ahora, bueno, ahora ya lo vemos. Nadie se escapa, salvo en ciertos cerrados reductos nacionalistas, donde puede haber corruptos, pero son “sus” corruptos.
Ahora que vengo de visitar Ecuador he tenido una sensación muy diferente a la que producía el país años atrás, pero parecida a la que produjo España. Cuánta “alegría” y cuánto dinero hay ahora como para preocuparse por esas nimiedades de un gobierno perpetuo e intocable, por esa nimiedad de que la prensa ecuatoriana no pueda informar y criticar a fondo a políticas y funcionarios e incluso al mismo presidente con datos que deben proporcionar las entidades gubernamentales sin poner ningún reparo, y ya no digo de instituciones de control del Estado. Son nimiedades.
No lo es que ahora la responsabilidad “ya es de todos”. Así como en España está prohibido por ley decir nada contra la Corona, en Ecuador está prohibido, no por ley sino por conveniencia, no decir nada contra el Gobierno, no vaya a ser que se pierdan contratos, puestitos, carros e invitaciones. Pero por ley tampoco se pueden decir ciertas cosas, ni de broma, si no díganle a Bonil y sus caricaturas, y la desaparición del diario Hoy y la revista Vanguardia, y periodistas que ya no tienen ningún medio de prensa masivo donde trabajar. De manera que el problema de la monarquía no es el del rey sino de quienes lo sostienen y necesitan esa fábula. Lo triste sería que, como en España, solo otra crisis económica haga que en Ecuador se rasguen dialécticamente las vestiduras los que decían defender el aborto por violación, Yasuní, las comunidades indígenas, el matrimonio gay, la separación de poderes y la independencia de la Asamblea, aunque dirán que la defendieron entrelíneas o con la evidencia de su silencio. Más bien es lo contrario, callaron sus convicciones de siempre, lo que demuestra que no fueron de siempre y que, por lo tanto, no eran convicciones. Si no se ve al rey, basta identificar a los súbditos para saber quién reina. La larga noche ecuatoriana de las constituciones a la carta no ha terminado y es una nimiedad que el mismo Gobierno que creó la última, ahora sea el que quiera enmendarla para cantar a coro quién sigue “siendo el rey”.
Simón Leys recordaba las observaciones de Chesterton, en su novela El Napoleón de Nothing Hill, sobre la naturaleza esencialmente democrática del sistema monárquico, bajo la condición de que cada año se eligiera por sorteo un nuevo rey. Leys añadía que los republicanos deberían meditar sobre esto con provecho. Lo hago y pienso que, a este paso, reeligiendo a perpetuidad al mismo presidente, el sistema democrático es el que termina teniendo una naturaleza esencialmente monárquica. Acertó Leys, como siempre.
Así que no hay manera con la monarquía o la “majestad presidencial”. Nadie es divino en tiempos de democracia, si es que hay democracia. Creer en el cuento de un rey y un líder único, es el cuenteo más grande que siguen al pie de la letra los súbditos y los monárquicos solapados en revolucionarios. Solo los grandes cuentos demuestran, ellos sí con sabiduría, que es necesario un buen final, incluso sencillo, y no la disolución moral en un novelón inverosímil.
Una reelección, incluso en el mejor de los gobiernos, es señal de dependencia a un individuo, una señal de fragilidad de su propio partido y de las instituciones públicas que perderían supuestamente su eficacia si es que no continúa el mismo “funcionario” mesiánico.









