Jesús dijo que aquel que dice que ama a Dios y odia a su hermano, miente. Porque, razonaba el galileo, si no ama a su hermano a quien ve, cómo va a amar a Dios a quien no ve. Algo muy parecido, idéntico casi, se puede decir del patriotismo. Aquel que dice amar a su patria y no se ama a sí mismo, también falta a la verdad. Porque a la patria no se la ve, se puede ver el paisaje o las multitudes, pero a la patria no la he visto jamás, no sé ustedes... de pronto si me muestran una foto. Entonces, si decimos tener infinito amor a esta abstracción, lo lógico es que amemos por lo menos igual a esa primera evidencia de lo humano que es nuestra propia identidad individual. De allí podemos pasar a la familia, a la parroquia, a la ciudad y así, finalmente, al país. La primera patria chica somos cada uno de nosotros.

Llamaba la atención en estas últimas semanas ver a la gente ebria de patriotismo (con frecuencia no solo de patriotismo), tan enfervorizada y decidida que parecía que si se les dijese “en este rato nos vamos a recuperar el Amazonas”, habrían conquistado hasta Manaos, por lo menos. Si no llevabas la camiseta de la Tri estabas mal visto y, en muchos lugares, si no saltabas tres metros gritando en cada posibilidad de gol, tu integridad física corría peligro. Luego había que ver la mugre a la que quedaba reducida toda la euforia. Y por supuesto, saliendo de allí, respetar los turnos, cumplir las leyes de tránsito y otras muestras elementales de respeto para los con-patriotas no existen. Esta falta de consideración hacia el otro es propia del que no se considera digno de ella. El arrebatado sentimiento que nos convoca a vestirnos de amarillo y gritar cada cuatro años dura lo que duran los partidos, después ensuciaremos el territorio con plástico, excrementos o sangre, porque no nos consideramos merecedores de un país limpio, sano y seguro.

Solo sobre sólidas individualidades se edifica lo comunitario, que para serlo tiene que ser producto del consenso, unirse en torno al acuerdo común, en el amar al prójimo “como a ti mismo”. Si no se dan estas condiciones, no es una comunidad, es un rebaño arrejuntado por capataces. En países en los que la cultura coarta lo individual no es posible construir proyectos comunitarios, por eso nos encanta la “mano fuerte”, que nos impone su visión y sus intereses como si fueran de todos, porque es lo único capaz de unirnos. Desaparecido el papi que correa en mano nos arreó una o más décadas, quedamos otra vez huérfanos y perdidos, con ganas de que nos den refundando la república otra vez (casi siempre mediante una asamblea constituyente). La desproporcionada afición futbolística (que, ¡eso más!, es esporádica, no permanente) y el populismo que impone un camino suscitándonos emociones ocasionales tiene base en el raquitismo de la individualidad.

Solo sobre sólidas individualidades se edifica lo comunitario, que para serlo tiene que ser producto del consenso, unirse en torno al acuerdo común, en el amar al prójimo “como a ti mismo”.