La abdicación de un rey no es una tragedia, puede incluso ser benéfica para institución regia y para el país que representa. Pero la de Juan Carlos I es trágica por el contexto en que se produce. Las últimas elecciones europeas muestran que el continente cuna de la civilización occidental ha perdido la brújula; ha perdido la fe en las instituciones republicanas y la economía de mercado, bases sobre las que se construyeron la paz y la prosperidad después de las guerras mundiales; y ha perdido la voluntad para hacer los sacrificios que la salvaron de la miseria y la opresión. El populismo ya no es un fantasma que recorre Europa, sino el matón que golpea a la puerta. Es impresionante ver la poca diferencia que existe entre los programas de los criptonazis y de los neocomunistas. Apenas se separan, y no mucho, en el tema de la inmigración... fuerte tufo a los años treinta del siglo pasado. En España, el partido chavista Podemos se constituye en una tercera fuerza.

En este marco, la figura de un rey comprometido con las instituciones republicanas, por las que se jugó en determinado momento, ya no tiene ese valor simbólico de representación del Estado que para eso está un rey. Juan Carlos I es un anciano de 76 años, con complicaciones de salud, poco a propósito para seducir a las nuevas generaciones. Tampoco sus aficiones a la caza y al bello sexo son bien vistas en este mundo descremado, descafeinado y sugar free. Y resuena el escándalo de los negociados de su yerno (¿quién dijo que los deportistas son per se mejores personas?) En este escenario la abdicación es un acto de responsabilidad para preservar tanto la simbología regia que reviste el Estado español como su misma constitución republicana.

Se cuenta que Leopoldo Calvo Sotelo, el más monárquico de los presidentes españoles, llamó severamente la atención al rey por ausentarse sin notificar al gobierno. Es que ser rey en los países europeos y Japón actualmente exige fuerte sacrificio, deben dejar de ser ellos y constituirse en símbolo, o sea “ser por otro”, siendo ese “otro” el Estado que representan. No hay acto de sus vidas, incluido los íntimos, que no esté sometido a este fin. Cada gesto y cada palabra de ellos se pesa y sopesa. Deben sobre todo aprender a callar. Así se entiende que alguien como Juan Carlos I, quien sabía cumplir con su primera y durísima obligación, tragarse sus propias opiniones, se haya molestado hasta la indignación cuando el dictador venezolano Hugo Chávez (“Papagayo tropical” lo llamaba Carlos Fuentes) era incapaz de detener su logorrea en una reunión de jefes de Estado, por lo que le espetó el famoso “¡¿Por qué no te callas?!”. Eso mismo les digo a aquellos “republicanos” que, a propósito de la abdicación, cacarean tanto pidiendo el fin de la “monarquía” hispana y no dicen ni pío contra las verdaderas monarquías absolutas de nuestro tiempo: Cuba, Corea del Norte, Siria, etcétera.