Porque me ha dejado cosas muy buenas, además de otras que no lo son, como corresponde a un año más o menos normal. Nada en la vida es perfecto ni absoluto. Habitualmente, siempre tenemos motivos para felicitarnos o para agradecer, y razones para lamentar pérdidas y fracasos:
Vivo en Quito, por lo cual ya me siento afortunado. Una de las ciudades más hermosas del continente, que en este año y por gestión municipal ha progresado en repavimentación, soterramiento de cables, autopistas periféricas, infraestructura sanitaria, construcción de bulevares y jardines, exposiciones fotográficas públicas permanentes y otras obras importantes, funcionales y estéticas. Lamentablemente, la capital sufre una parálisis progresiva, por la inseguridad y los problemas del tráfico que parecen insolubles. El “pico y placa” ya no aporta ningún alivio, los quiteños han incrementado el hábito de movilizarse usando un vehículo particular para cada persona, faltan unidades de transporte público para el trole y la ecovía, y el ciclismo aún no es una alternativa. Si no modificamos nuestras malas costumbres y no fortalecemos el transporte público, el aún lejano metro tampoco será solución.
Vivo en el Ecuador y todos los días agradezco por ello. Gozo de un clima maravilloso y no tengo que viajar mucho para disfrutar de hermosos paisajes y apreciar la diversidad de nuestra gastronomía y la riqueza de nuestra cultura. Un país noble que se conserva bastante bien, a pesar de que no hacemos demasiado para cuidarlo. Un país que progresa en algunos sentidos, gracias a los buenos precios del petróleo, la pujanza de su gente y a ciertas decisiones acertadas del presente gobierno y de algunos de los anteriores. Un país cuya gente amable ha merecido en este año la expedición de un Código Orgánico Integral Penal incubado por nuestra Asamblea, que llenará de ciudadanos comunes a las cárceles que todavía no se han construido para contener a tantos presos que la aplicación de dicho código producirá. Un país cuyos ciudadanos trabajadores todavía requieren visas para ciertos países que ya no se las solicitan a la mayoría de nuestros vecinos de continente.
Vivo en un país que ama la cultura casi tanto como el consumo. Donde las entidades creadas para mejorar nuestra educación universitaria hacen su tarea con muchos aciertos y algunos excesos, porque la depuración de nuestras universidades era necesaria, y porque el programa de becas para doctorados y maestrías empezará a rendir sus frutos dentro de poco. Lastimosamente, la calificación de las universidades por categorías se presta para distorsiones, es más intimidante que estimulante y tiene un aroma darwiniano. Ojalá nuestra educación primaria y secundaria mereciera el mismo celo de parte de las autoridades correspondientes.
Vivo en una sociedad que ha descubierto la inconsistencia de nuestra vieja clase política y la vacuidad de sus discursos. Quizás por ello nunca tuvimos demasiado aprecio por la palabra y el debate. Por eso hoy no le pedimos solidez ni consecuencia ideológicas a la nueva clase política, la que está conformada mayoritariamente por servidores públicos temerosos y obedientes, o por desempleados envidiosos. Nos contentamos con las obras visibles y vivimos al día, como si el bienestar y la plata fueran a durar trescientos años.









