La guapa miss Ana María entró en el aula del quinto grado y luego de un insípido, o tal vez cansado, good morning girls, ordenó sacar papel y lápiz y copiar del pizarrón una serie de nombres de mujeres y hombres famosos de los cuales debíamos escoger uno para averiguar sobre su vida y presentar una monografía.
No era la época de la internet, ni de la Wikipedia, ni siquiera del bien amado rincón del vago, eran los años setenta y la única opción era leerse un libro para aprender quién era quién. Yo, luego de haber visto la película Al maestro con cariño, estaba profundamente enamorada de Sidney Poitier (amor que por cierto perduró en el tiempo y solo fue reemplazado con la llegada de Denzel Washington).
Una vez copiada la lista de nombres que la maestra había anotado en la verde pizarra, fuimos a la pequeña biblioteca del colegio a buscar qué encontrábamos y a mí se me cruzó un hermoso libro, la biografía de Martin Luther King Jr., que obviamente fue el elegido. Lo leí de un tirón, mi inglés por lo visto debe haber sido mejor que el actual porque recuerdo que me sentía imparable, disfruté de la lectura como nadie y además estaba decidida a hacer un buen trabajo.
La vida de este líder negro me apasionó y más allá de la buena o mala nota que habrá merecido mi monografía, lo importante fue que a mis 11 años me impuse como norma de vida la “no violencia”. Recuerdo una frase que la convertí en mi caballo de batalla y que mis hijas llegaron a odiar, pero que ahora me han demostrado cuánto la valoran, traducida del inglés original diría más o menos esto: La táctica de la no violencia, sin el espíritu de la no violencia puede convertirse en otra forma de violencia.
Hace un par de semanas, algún tunante sin mejor oficio lanzó un tarro de pintura negra contra nuestra pared verde limón, ¡recién pintada! Al ver la mancha, mis buenos propósitos “no violentos” se fueron, literalmente pa’l carajo, sentí iras y despecho y sed de venganza. Por suerte, en ese preciso momento aparecieron mis hijas, ellas me recordaron aquella frase que odiaron en su infancia y me hicieron ver que no había motivo para pensar en este hecho como algo intencional o de mala fe, ¿por qué alguien tendría una razón para manchar la pared de una librería?; además, me hicieron comprender que esta es la urbe moderna, que esta es la ciudad grande y metropolitana donde cada persona se expresa como puede.
Así fue como opté por virar la página e invitar a los amigos más cercanos a dejar su huella de cultura en la pared pintarrajeada, para así convertir la agresión en una “expresión de arte conceptual”, un mal rato en un abrazo solidario y una fea sensación de tristeza en una amplia sonrisa.
Sería bueno que esta práctica la utilizáramos todos siempre… incluso los embajadores.