BARCELONA, España
El próximo 15 de julio se cumplirán diez años de la muerte de Roberto Bolaño. Este mes concluye la exposición dedicada a sus manuscritos en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, muestrario provocador para sus lectores habituales y que a los neófitos plantea un dilema: ¿por dónde empezar? Arriesgo una recomendación. Inicien con la novela breve Estrella distante, luego retrocedan a la novela hilarante La literatura nazi en América, y si el asunto les interesa, den un salto hacia adelante con la novela coral Los detectives salvajes. Si a esas alturas el lector no sufre de vértigo, puede pasar a 2666. Para esta no tengo adjetivos: los sigo pensando. El resto será la historia personal de cada lector.
La mía empezó con Los detectives salvajes. Se publicó un par de meses luego de mi llegada a Barcelona, en 1998. Yo venía escéptico de una Latinoamérica entregada a la euforia neoliberal de la que hui, no para buscar un trabajo en España sino para dejar el que tenía. Escéptico también por lo que yo consideraba que estaba pasando: colegas novelistas que no leían poesía y que podían dividirse en dos bandos, los de quienes pensaban que la literatura latinoamericana era la mejor del mundo (error) y los que le daban la espalda creyendo que la mejor literatura era la anglosajona (otro error) y que ya no existía el continente literario en el que nacimos (el peor error). Abrir Los detectives salvajes y encontrar a un gran lector de poetas de América Latina y con voracidad por lo que pasaba en otros países del continente fue una reconciliación. Por si esto fuera poco, en un manuscrito de la exposición de Barcelona se lee que el nombre de uno de los protagonistas fundamentales de Los detectives salvajes, Ulises Lima, tuvo un nombre alternativo que Bolaño descartó: Odiseo Quito. Quizá la literatura ecuatoriana habría parpadeado con esa alusión entre griegos y romanos. En realidad parpadeó con el único ecuatoriano que aparece en su obra: Vargas Pardo, a.k.a., Miguel Donoso Pareja. No interpreto ni descifro. Se lo pregunté a Bolaño.
Murió trágicamente, lo que debe leerse como que escribió trágicamente. Lo primero que pensé cuando supe de su muerte fue que Balzac tenía la misma edad al morir: cincuenta años. También pensé en Balzac porque el francés bosquejó protodetectives salvajes en el cenáculo de D’Arthez, en Las ilusiones perdidas. El espíritu es el mismo a pesar de la distancia. Bolaño, junto con otros autores de una órbita que leo en conjunto y a veces a solas –Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Fernando Vallejo y César Aira– han sido el cenáculo de entrada al siglo XXI contra esta furibunda ola de comercio y frivolidad de lo literario. Son lo que yo llamaría un horizonte de autenticidad. Leyeron y leen poesía, discuten sobre escritura, no repiten obituarios a la novela, se resisten al monoteísmo del poder, a las fronteras nacionales de postín, a la doblez del discurso patriótico y se abren paso contra la falsa fiesta de la literatura rendida a lo banal. Bolaño, como ocurre con los más jóvenes, fue el primero en morir en combate.