La incorporación de menores de edad en la criminalidad es un problema multicausal en donde intervienen factores económicos, de necesidad de relacionamiento, de pertenencia e identificación; esto es, culturales. Ello se une a la ausencia de financiamiento fuerte y real para que políticas públicas de promoción de la incorporación a una sociedad civil con ciudadanía activa de los jóvenes exista.
Este mal no es exclusivo de Latinoamérica: ha afectado muchas partes del mundo. Uno de los grandes desafíos conlleva trabajar por reducir la brecha económica, falta de desarrollo sostenible y vulnerabilidades, y no es solucionable ni con más bala ni con más pena.
La influencia de las bandas se hace posible con facilidad ante los hogares desestructurados, la necesidad de encontrar espacios de acogida de los jóvenes y la ausencia de los valores que han de servir para la integración social deseable. Además, los niños de sectores con mayores carencias no tienen protección ante el acoso del que son víctimas y requieren de círculos urgentes de protección.
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Las políticas públicas deben partir de promover la inserción social saludable, y para ello es importante prevenir a partir de que se cuente con apoyo en lo psicosocial y con articulaciones en los sectores de salud (incluida especialmente la mental) y en los sectores de educación. Esto es, se requiere un enfoque integral, transdisciplinario y reconociendo la complejidad, con involucramiento consciente de las autoridades de gobierno, sociedad civil, organizaciones no gubernamentales, sector privado y comunidades formales e informales.
En esta necesidad de reaccionar, es el sector público el llamado a pautar la agenda a fin de fortalecer los sistemas de protección y de justicia para los menores de edad; que haya un adelantamiento de procesos educativos, antes que llegar incluso a las medidas socioeducativas reactivas ante la criminalidad de ellos.
Las políticas y programas deben decididamente prevenir la violencia de manera transversal (incluyendo a personas de todas las edades, haciendo que se involucren en el compromiso de aplicar primeros auxilios emocionales, y con formación y decisión para conocer cuándo y cómo hay menores en riesgo de ser captados por bandas criminales). Toca formar tejido social a partir de la toma de conciencia sobre la necesidad de, con urgencia y cada uno desde su espacio, convertirse en un “cuis” (cuidador social) que busque ser un formador para evitar violencia, explotación, abuso sexual y tráfico de niños. Solo ante aprendizajes significativos y nuevas rutas de desarrollo posible se podría salir de la apremiante situación, que es una amenaza colectiva.
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Es importante destacar que la prevención de la delincuencia juvenil no es tarea exclusiva de un solo sector o actor. Hay que darle la guerra a la violencia con herramientas para la paz: educación, salud, trabajo y justicia social. (I)