La peluquería Quito está ubicada en el interior del pasaje Amador, que es un espacio que une, a través de un gran pasillo de dos pisos, gradas y locales comerciales, las calles García Moreno y Venezuela, en el centro de la ciudad.

Luis Armijos es el dueño de la peluquería. Está por cumplir 69 años y es el propietario del negocio, aunque no del local.

Casi toda la vida dice estar en el oficio de peluquero y siempre ha estado ubicado en el interior de ese pasaje. Heredó ese trabajo, pues su padre también lo ejerció.

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Él empezó a aprenderlo desde que estaba en el colegio. Y fue precisamente en vacaciones, porque no le gustaba “estar de vago”, cuando empezó a aprender.

Acerca de técnicas de peluquerías sostuvo que las hay, pero son enseñadas por un peluquero artesanal mas no en academias de belleza.

Entre los artículos que usa para cortar el cabello, a los que llama tradicionales, están el alcohol, la colonia, máquinas y fijadores de cabello. Antes, recuerda, había brillantina, pero son productos que han ido desapareciendo del mercado.

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A su negocio va gente de todas las edades. Atiende de 09:00 a 19:00, de lunes a sábado.

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Armijos mencionó que aunque hay otros peluqueros en el centro de la ciudad, faltan operarios, es decir, personas que los ayudan en su tarea de cortar el cabello. Han ido personas a pedirle trabajo, pero señaló que desconocen la peluquería tradicional.

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“Se les dice que hagan un corte sombreado, un corte militar, un corte de un oficial, no lo hacen”, indicó acerca de lo que son los cortes tradicionales.

El precio de un corte de cabello es de $ 3,50, proceso que dura unos 20 minutos. Agregó que hay personas que se llaman estilistas que cobran de $ 8 a $ 10.

Las peluquerías de la capital, que datan desde hace varios siglos cuando se creó lo que hoy es Quito y antes se llamó Villa de San Francisco de Quito, en 1534, se dedicaban a servicios como extracción de muelas, o bajaban la fiebre con técnicas de cirujanos, como la de hacer cortes superficiales en la piel.

En el siglo XX, además del corte de cabello y barba, también ofrecían productos farmacéuticos y la confección de ternos de calle, de etiqueta y de cabalgar.

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Se convirtieron en sitios de lectura de revistas y cómics que alquilaban por pocos centavos. Eran además los voceros de los vecinos y quienes estaban al tanto de las novedades del barrio.

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Para fin de año, las peluquerías quiteñas eran sitios en donde se vendían caretas elaboradas con papel y engrudo. Las más populares eran las de payaso, diablo y personajes políticos.

Nadie de la familia de Armijos seguirá su oficio.

“He querido enseñar, pero la gente no quiere aprender. Todo el mundo quiere ser universitario y todo, y después andan buscando trabajo y no tienen, todas las profesiones artesanales están botadas”, dijo, sentado en una silla del negocio, vestido con una chompa blanca, hasta la cintura, a la espera de un nuevo cliente. (I)