Era inevitable que las derrotas en el suroeste del Pacífico, con la pérdida de Filipinas o las islas de Iwo Jima y Okinawa llevaran al imperio japonés a la rendición, pero no ocurría lo que precipitó la orden del presidente de los Estados Unidos Harry Truman para el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.