Por Rodolfo Pérez Pimentel *

En 1953, Ileana Espinel halló en los libros de su casa un ejemplar desmadejado y roto del célebre poemario Como el incienso, de Aurora Estrada y Ayala, con dedicatoria a su madre. “Me emocionó, pregunté por la autora y mi madre la llamó por teléfono. La tarde siguiente la visité con mi cuadernillo de versos en el jardín de su villa en el barrio Orellana. Leyó con mucho detenimiento y dirigiendo a su hijo Alsino, que entraba de la calle en esos momentos, emocionada le dijo: Ha retoñado mi flor, me siento revivida, me felicitó y poco después escribió un elogioso artículo en EL UNIVERSO comentando mis poemas Tú sabes y Te quiero, que fueron los que más le gustaron, de esa, mi primera producción.

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Desde entonces, Ileana se dedicó en unión de su amigo David Ledesma a ofrecer recitales por radio El Telégrafo los sábados de tarde y en eso se produjo en Nueva York la escandalosa muerte de los esposos Rosenberg, ejecutados en la silla eléctrica en la cárcel de Sing Sing, por entregar documentos secretos sobre la fabricación de la bomba atómica a los rusos.

Dicha condena había atraído el repudio del mundo civilizado, incluso el papa Pío XII solicitó clemencia, pero como la era del macartismo (movimiento creado por el senador republicano Joseph McCarthy que promovía la persecución extrema al comunismo) había comenzado, el presidente Eisenhower no impidió el cumplimiento de la sentencia.

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Esa semana, Ileana recitó una elegía dedicada a los mártires que terminaba así: “maldito seas, Eisenhower” y el poema de David decía: “daré de patadas a Dios en una esquina”. Al escuchar tamañas lisuras, María Piedad Castillo llamó a quejarse y hasta pidió que se interrumpa la programación, pero como el programa se había pagado anticipadamente, el director Héctor Alejandro Lamas se excusó y pudieron finalizar en paz.

Después se enteraron que lo habían multado. Y cuando el lunes siguiente muy por la mañana fueron a cobrar a las firmas comerciales auspiciantes suponiendo que también estarían disgustados sus directivos, encontraron con sorpresa que les pagaban sin chistar, simplemente porque no acostumbraban escuchar la audición. Desde entonces –indicaba Ileana– comprendió que entre el intelectual y el resto de la población existe un vacío cultural muy grande, que los mantiene separados.

Emoción ‘pistolar’

Cierto joven poeta manabita de cuyo nombre no quiero acordarme, tenía por costumbre portar armas allá por la década de 1960, aunque esto lo hacía por puro snob, pues era la persona más buena y generosa del mundo y jamás habría ocasionado daño a nadie.

Salía del baño y tomaba su pistola, iba a la tienda de la esquina de su domicilio en el barrio Orellana y la llevaba atrás. Como ya todos los sabían, unos se reían de esto, pero otros se asustaban. Una noche se realizó un agasajo social a Francisco Pérez Febres-Cordero en el Guayaquil Tenis Club. Se hicieron presentes los miembros de la Casa de la Cultura-núcleo del Guayas, los de la agrupación Cultura y Fraternidad, etc. Tras los discursos, el público solicitó poesías y algunos de los presentes recitaron por micrófono versos propios y ajenos. Emoción vesperal cosechó los mayores aplausos, con ella se terminó el acto y todos bajaban cuando se escucharon varios disparos.

Hubo un conato de correcorre que felizmente no progresó y se dijo que tras la Emoción vesperal se escuchó la Emoción pistolar, pero el chiste –quizás por malo– no logró disipar el susto del ambiente.

Emoción vesperal // Hay tardes en las que uno desearía / embarcarse y partir sin rumbo cierto / y silenciosamente, de algún puerto / irse alejando mientras muere el día. // Emprender una larga travesía / y perderse después en un desierto / y misterioso mar, no descubierto / por ningún navegante todavía. // Aunque uno sepa que hasta en los remotos / confines de los piélagos ignotos / le seguirá el cortejo de sus penas. // Y que al desvanecerse el espejismo, / desde las glaucas ondas del abismo / le tentarán las últimas sirenas. //

‘Mejor vayan a Egipto’

En 1925, el joven Francisco Huerta Rendón encontró en la antigua Biblioteca Municipal a Carlos Zevallos Menéndez cuando ambos consultaban los boletines de la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos, donde aparecían trabajos y conclusiones de Otto von Buchwald, Philip Ainsworth, Max Uhle, Jacinto Jijón y Caamaño, Carlos Manuel Larrea, ilustrados con dibujos y grabados.

Carlos Zevallos Menéndez (1909-1981).

Ambos decidieron consultar al Dr. Pedro José Huerta sobre la posibilidad de dedicarse por entero a la arqueología y este, con toda la ingenuidad del caso, le respondió que no se desperdicien en el Ecuador con cerámica de indios tan pobres como los nuestros, que sería más lucrativo viajar al extranjero, especialmente a Egipto, a localizar tumbas de faraones o algo por el estilo, pues acababa la prensa mundial de informar sobre el fabuloso descubrimiento efectuado por Howard Carter, de la tumba de Tutankamón, conteniendo un tesoro, algo nunca antes visto.

Y era verdad, solo que, para los jóvenes guayaquileños, el viaje a Egipto se presentaba imposible por falta de medios; pero como las vocaciones son irrenunciables, se dedicaron a trabajar en lo nuestro. Huerta descubrió la cultura Bahía y también la Chorrera, después llamada cultura Milagro-Quevedo, fundó el Museo de la Facultad de Filosofía y Letras, etc., etc.

Zevallos localizó doscientos dibujos de arte decorativo punae, los enterramientos de chimenea, la utilización de las hachas monedas, la antigüedad de la metalurgia en América, tres tótems huancavilcas tallados en alto relieve sobre madera de guasango, la orfebrería Milagro-Quevedo, fundó el museo de Vicente Rocafuerte y el de Orfebrería prehispánica de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.

En 1947 describió la navegación precolombina, el comercio del spondylus a través de las balsas fabricadas con velas de algodón y provistas de guaras o timones, los inicios de la agricultura valdiviana, etc., y todo esto dentro de un medio indiferente y anodino. (I)

* Miembro de la Academia Nacional de Historia.