Por Anna North*

Hace cinco años, decidí escribir una novela ambientada en las secuelas de una terrible pandemia. La novela era una historia alternativa, un western revisionista ambientado en el siglo XIX, y acabé investigando en abundancia sobre todo tipo de temas, desde las marcas de ganado hasta la obstetricia. Pero me avergüenza decir ahora que mi investigación sobre las catástrofes sanitarias fue un tanto escasa. Básicamente, saqué una lista de brotes de gripe, elegí el que mejor se adaptaba a mi argumento (una pandemia de 1830 que podría haber empezado en China) y empecé a escribir.

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Pero cuando terminé el libro, sus acontecimientos chocaron con el presente. Estaba trabajando en las correcciones en marzo de 2020 cuando la ciudad de Nueva York, donde vivo, empezó a cerrar. De repente, tuve mucho tiempo, y mucha motivación, para considerar lo que había acertado (y lo que no) sobre la devastación que la enfermedad provoca en una sociedad.

En muchos aspectos, mi imaginación se había alejado de la realidad. Por un lado, ninguna pandemia conocida ha sido nunca tan mortal como la que escribí, que mata al 90% de la población estadounidense. Sin embargo, tuve un instinto que resultó ser correcto: las pandemias tienen el potencial de conmocionar a las sociedades para que adopten nuevos estilos de vida. La peste negra, por ejemplo, provocó el fin de la servidumbre feudal y el ascenso de la clase media en Inglaterra.

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No obstante, un brote de enfermedad también puede hacer que los Gobiernos redoblen la represión y el fanatismo, como cuando Estados Unidos utilizó como chivo expiatorio a los estadounidenses de origen asiático durante las epidemias de peste del siglo XIX.

La historia no puede decirles a los políticos y activistas estadounidenses con exactitud cómo responder a la COVID-19; más bien ofrece un ejemplo de lo que no se debe hacer. Sin embargo, los brotes en la Sudáfrica del siglo XX, la Inglaterra medieval, la antigua Roma y otros lugares pueden ofrecer algunas lecciones a quienes trabajan para curar los daños de la COVID y forjar una sociedad más justa tras su paso.

Hace cinco años, la historia de las pandemias era para mí un punto de partida, una inspiración, poco más. Ahora es algo más urgente: un ejemplo de lo que podemos atrevernos a esperar en estos tiempos oscuros, así como de lo que nos espera si no actuamos. He aquí algunas lecciones aprendidas.

Saber adaptarse

La peste negra, una pandemia causada por la bacteria Yersinia pestis que se extendió por Asia, África y Europa a partir de 1346, fue “sin duda la crisis sanitaria más catastrófica de la historia”, dijo en una entrevista Mark Bailey, historiador y autor de After the Black Death: Economy, Society, and the Law in Fourteenth-Century England.

En Inglaterra, la peste mató a cerca del 50% de la población en 1348 y 1349; en el conjunto de Europa, las estimaciones oscilan entre el 30% y el 60%. La magnitud de la mortandad fue un impacto enorme, aunque sus efectos fueron mucho más allá. Como dijo Monica Green, historiadora de la medicina especializada en la Europa medieval: “¿Quién va a recoger la cosecha si la mitad de la gente ha desaparecido?”.

Las distintas sociedades respondieron de manera diferente. En muchas partes del noroeste de Europa, como Gran Bretaña y lo que hoy son los Países Bajos, la muerte repentina de una gran parte de los trabajadores significaba que era más fácil para los sobrevivientes conseguir trabajo y adquirir tierras. “Se produce un aumento de la riqueza percápita y una reducción de la desigualdad de la riqueza”, explicó Bailey. Desde un punto de vista económico, al menos, “la gente corriente está mejor”.

Lo contrario ocurrió en gran parte de Europa del Este, donde los señores consolidaron su poder sobre el campesinado, ahora escaso, para volver a imponer la servidumbre y obligarlos a trabajar la tierra en condiciones favorables a los terratenientes. Allí, la desigualdad se estabilizó o incluso aumentó a raíz de la peste.

Hay muchas explicaciones que compiten por la división, pero una posibilidad es que “la peste negra tiende a acelerar las tendencias existentes”, por ejemplo, el movimiento hacia una economía menos feudal y más basada en el consumo en el norte de Europa, explicó Bailey. Pero esa región no se convirtió por arte de magia en un bastión de la igualdad después de la peste: el Gobierno inglés impuso topes salariales a mediados del siglo XIV para evitar que los sueldos subieran demasiado.

El resultado fue un malestar generalizado, que culminó en la Revuelta de los Campesinos de 1381, que reunió a personas de muy diversos orígenes sociales en una expresión de “frustración contenida” por la mala gestión de la economía por parte del Gobierno, dijo Bailey.

En general, si “la resiliencia en una pandemia es hacer frente”, continuó, “la resiliencia económica y social posteriormente es adaptarse”. La lección moderna: “Adaptarse a la nueva realidad, al nuevo paradigma, a las nuevas oportunidades es la clave”.

Luchar contra la desigualdad

El avance hacia una mayor igualdad económica en Inglaterra tras la peste puede haber sido un poco atípico: a lo largo de la historia, las epidemias han tendido a intensificar las desigualdades sociales existentes.

En 1901, por ejemplo, cuando una epidemia de peste azotó Sudáfrica, “miles de sudafricanos negros fueron expulsados a la fuerza de Ciudad del Cabo bajo el supuesto de que su libre circulación estaba influyendo en la propagación de la peste dentro de la ciudad”, dijo Alexandre White, profesor de sociología e historia de la medicina cuyo trabajo se enfoca en la respuesta a las pandemias. Esa expulsión sentó las bases de la segregación racial de la época del apartheid.

Estados Unidos también tiene un historial de políticas discriminatorias durante las epidemias, como la focalización en las comunidades asiático-estadounidenses durante los brotes de peste de principios del siglo XIX y principios del XX en Hawái y San Francisco, y la lenta respuesta federal a la epidemia de VIH cuando parecía afectar sobre todo a los estadounidenses de la comunidad LGBTQ, dijo White.

Ese tipo de decisiones ha ampliado no solo la desigualdad, sino que también ha obstaculizado los esfuerzos para combatir la enfermedad: ignorar el VIH, por ejemplo, permitió que se extendiera por toda la población.

Y actualmente Estados Unidos se enfrenta a una pandemia que ha enfermado y matado de manera desproporcionada a los estadounidenses de color, que están sobrerrepresentados en la mano de obra esencial, pero tienen menos probabilidades de acceder a la atención médica.

Ahora que los gobiernos estatales y el federal deben gestionar el despliegue de la vacuna, el acceso a pruebas y tratamientos y los paquetes de ayuda económica, es crucial aprender del pasado y diseñar políticas que reduzcan las desigualdades raciales y económicas que propiciaron los devastadores efectos de la pandemia.

“Si los efectos del racismo y la xenofobia fueran menos sistémicos en nuestra sociedad, probablemente veríamos menos muertes como resultado de la COVID-19”, comentó White. “La intolerancia es, de manera sustancial, mala para la salud pública”.

Adoptar la innovación inesperada

Aunque las pandemias a menudo han reafirmado viejos prejuicios y modos de marginación, también han dado lugar a algo nuevo, especialmente en cuanto al arte, la cultura y el entretenimiento.

La antigua Roma, por ejemplo, estaba atormentada por las epidemias, que se producían cada quince o veinte años durante parte de los siglos IV, III y II a. C., explica Caroline Wazer, escritora y editora que realizó una tesis sobre la salud pública romana. En aquella época, la principal respuesta en materia de salud pública era la religiosa, y los romanos experimentaban con nuevos ritos e incluso con nuevos dioses en un intento de detener la propagación de la enfermedad.

En un caso, según Wazer, puesto que una epidemia que se prolongaba durante tres años y el público estaba cada vez más agitado, el Senado adoptó un extraño y nuevo ritual del norte de Italia: “Trajeron actores para que se presentaran en el escenario”. Según el historiador romano Livio, “así es como los romanos tuvieron su teatro”, dijo Wazer, aunque esa idea ha sido debatida.

Una respuesta espiritual a la enfermedad trajo también un cambio cultural a la Inglaterra del siglo XIV. Recordando las fosas comunes de la peste negra, los británicos temían morir sin un entierro cristiano y pasar la eternidad en el purgatorio, dijo Bailey. Así que empezaron a formar gremios, pequeños grupos religiosos que funcionaban básicamente como “clubes de seguros de entierro”, en los que recaudaban dinero para dar a sus miembros el tratamiento adecuado tras la muerte.

Esas cofradías organizaban fiestas y otros eventos, y con el tiempo surgió la preocupación “por el consumo de cerveza en la iglesia y sus alrededores”, dijo Bailey. Así que los gremios comenzaron a construir sus propios salones para socializar. Luego, durante la Reforma, en el siglo XVI, los gremios se disolvieron y los salones se convirtieron en algo nuevo: los pubs.

“Las pandemias son tanto catástrofes como oportunidades”, me dijo Bailey.

En los próximos años, el mundo se enfrentará a la trágica oportunidad de reconstruirse tras la COVID-19. Si aprendemos las lecciones de la historia, quizá podamos hacerlo de una manera más justa, más inclusiva e incluso más alegre que el pasado que nos hemos visto obligados a dejar atrás.

Los brotes masivos de enfermedades tienen el potencial de conmocionar a las sociedades para que adopten nuevos estilos de vida.

* Periodista y autora de tres novelas, incluyendo Outlawed, la más reciente.