Por Rodolfo Pérez Pimentel*
El viernes 16 de septiembre de 1921 apareció en 8 páginas la primera edición de EL UNIVERSO, diario liberal de la mañana, a diez centavos el ejemplar, con una nota personal del director, Ismael Pérez Pazmiño, noticias y anuncios, uno de ellos relacionado con la próxima temporada de la compañía Bracale en el teatro Olmedo, pagado por un inteligente señor J. M. Núñez, con almacén en Ballén y Pedro Carbo, promocionando elegantes salidas de teatro (abrigos para señoras) en diferentes estilos, “para que mi distinguida clientela tenga la seguridad de que ninguna otra persona lleve un abrigo igual.”
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La Bracale inauguró la temporada de óperas ese año con La Traviatta, y por esos días ocurrió un raro fenómeno en los cielos de la urbe: apareció un cometa visible a simple vista y coincidió con un fuerte temblor oscilatorio que felizmente no ocasionó daños.
En Guayaquil existían varios cines: el Olmedo, en Luque y Pedro Carbo, el más antiguo que tuvo la ciudad; el Edén, en 9 de Octubre y Chile; y otros de barrio: el Municipal, donde años más tarde se construyeron dos piscinas y hoy funciona allí la estación de la aerovía a Durán; el Colón, en Colón y Boyacá; el de la plaza Colón, inaugurado en 1921, que era un barracón descubierto; el Victoria abriría sus puertas en 1922, en Pedro Moncayo y Ballén; el Parisiana, en García Avilés y Vélez.
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Todos pasaban películas mudas con el acompañamiento de pianistas contratados en la urbe; pero antes, en mayo de 1907, ya se habían proyectado tomas fijas y hasta películas en varias carpas levantadas en la plaza de la Victoria. Las películas eran rodadas en París por Pathe Freres.
Las trajeron los socios Julio Wikenhauser y José Casajuana, siendo la más exitosa la Vida, pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, en 31 rollos de celuloide, una de cuyas copias aún se pasaba en el Parisiana durante las semanas santas hasta la década de 1950, y las abuelitas nos mandaban a verla todos los años; tanto es así que la conocíamos de memoria, y cuando se saltaban un rollo el público le gritaba al gordo de la caseta: ”No robes, Mantequilla”.
En la plaza de la Victoria también hubo circos y otra clase de espectáculos, hasta levantaban sus carpas profesores de idiomas, como Luis Felipe Huaraca Duchicela XXVI. Entre los cómicos y trágicos que también trabajaron sus propias presentaciones se recuerda a Francisco Landín, a Guillermo Cabezas Pérez y a William Heads.
Mientras en la plaza de la Concordia (desde 1938 convertida en piscina Olímpica) cada octubre se construía un ruedo para torear novillos traídos de Daule por audaces espontáneos, como el español Antonio Moya y el nacional Juan Tanca Marengo, quien llegó a vestir el traje de luces.
En el frontón Betty Hide de la calle Rocafuerte sus promotores mezclaban hábilmente espectáculos de deporte, arte y cultura. Las hermanitas Lee, de solo siete años, hacían las delicias del público menudo con sus graciosas travesuras. Mientras en el Olmedo, el violín mágico de Andrés Dalmau con el acompañamiento del barítono Ramón Blanchard y la soprano Salomé de Blanchard brindaban “exquisitas veladas” con piezas propias y una romanza de la ópera Un ballo in maschera, de Verdi. Otros asuntos de interés constituían las piruetas que los aviadores italianos Liut, Pietri y compañía anunciaban sobre la ciudad, y la inauguración de la Escuela de Aviación en Durán.
Instituciones de caridad, como El Belén del Huérfano, presidida por Ana Darquea de Sáenz de Tejada, acostumbraban realizar kermeses y espectáculos de beneficencia con artistas extranjeros y damitas de sociedad.
El arribo en el vapor del norte de la troupe de los hermanos Soler (Fernando, Andrés, Julián, Irene, Mercedes, Domingo, Gloria y Elvira), quienes ya habían estado en el puerto dos años antes, alborotó a los jóvenes, pues gozaban de gran popularidad, llenándose el Olmedo con sucesivas funciones.
El más importante empresario seguía siendo el malagueño Eduardo Rivas Ors, incansable en sus empeños por llenar los cines con cualquier tipo de eventos. En el Olmedo formó para los carnavales una sala de baile de etiqueta con orquesta de diez músicos, lleno completo y entradas pagadas; en otra ocasión hubo box y se armó un cuadrilátero retirando las butacas, pero, cosa rara, solo concurrieron caballeros; sin faltar las funciones de beneficio para tal o cual institución y las que presentaban cantantes populares, como tonadilleras y cupletistas.
El Noticiero de la empresa cinematográfica Ambos Mundos filmaba los principales sucesos, como desfiles cívicos, inauguraciones oficiales y festejos populares y sociales, a fin de pasarlos en los cines de la ciudad.
Septiembre —hace un siglo— indudablemente fue un mes feliz para las artes. La empresa de Adolfo Bracale cosechó aplausos con las óperas El Trovador, Rigoletto, La Boheme, Tosca, Pagliacci, Otelo, Carmen, Madame Buterffly; la orquesta se componía de un primer violinista extranjero, siendo los músicos restantes de nuestro medio. Y cuando se fue la Bracale apareció la compañía de altas comedias de Ernesto Vilches, que debutó también en el Olmedo y brindó diez funciones.
A poco arribó el poeta peruano José Santos Chocano, llamado no sin justicia el Divino Caudillo, modernista cantor de América, aquel que dijo: “Soy el cantor de América, autóctono y salvaje, / mi lira tiene un alma, mi canto un ideal. / Mi verso no se mece colgado de un ramaje / con un vaivén pausado de hamaca tropical. // Cuando me siento Inca le rindo vasallaje / al sol, que me da el centro de su poder real / cuando me siento hispano y evoco el coloniaje / parecen mis estrofas trompetas de cristal”.
Nunca se había visto tal fervor por un aeda. Ciertamente que estaba reciente el suicidio de Medardo Ángel Silva, y que el año anterior había sido sacado en hombros —del Olmedo al Fortich—, al grito de “viva el poeta”, el joven José María Egas, tras anonadar a los concurrentes recitando Plegaria lírica; pero esto era algo diferente. Chocano empataba las enseñanzas y el sentimiento orgullosamente americano del maestro uruguayo José Enrique Rodó con la teoría de la raza cósmica que pregonaban sus discípulos políticos, entre ellos el mexicano José Ingenieros, a los jóvenes arielistas de la Hispanoamérica en esos días.
Mientras tanto, EL UNIVERSO había aumentado su incipiente circulación. Se conoció entonces que el anterior propietario —el periodista venezolano Guevara Travieso— había perurgido una suma extra por agregar a la venta el nombre del diario El Universal, cuyas máquinas y demás enseres le acababan de abonar; pero el nuevo propietario, siempre práctico e inteligente, no se hizo problemas y rápido le cambió el nombre al periódico, librándose de una supuesta como imaginaria deuda.
1921 había sido un año positivo para el civismo, la cultura y las artes, porque también recibimos la visita de la marinería de dos submarinos y del destructor chileno Baquedano, y sus correspondientes desfiles, bailes, cenas, almuerzos, conferencias. (I)
* Miembro de la Academia Nacional de Historia y ganador del premio Eugenio Espejo.