Un divorcio nunca es sencillo, pero cuando la causa es un engaño la experiencia adquiere un peso particular. No se trata solo de cerrar un ciclo de convivencia, sino de enfrentar la fractura de la confianza, la duda sobre lo vivido y la sensación de haber perdido el piso. La traición no termina en la pareja: alcanza a los hijos, a la familia ampliada y a la propia percepción de valor personal.
Para comprender cómo se vive este proceso conversamos con dos especialistas. Carla Zambrano, magíster en Psicología Clínica y Social, explica desde su práctica cómo la traición modifica la forma de enfrentar un divorcio. Y Emily García Reyes, psicóloga clínica, analiza el impacto emocional y cultural de estas rupturas. Ambas coinciden en que, aunque cada historia es única, los divorcios que surgen de un engaño tienen dinámicas particulares que es necesario entender.
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Cuando el engaño cambia todo
Zambrano afirma que la diferencia más marcada frente a otras separaciones está en la confianza: “Una de las diferencias más notorias es la ruptura de confianza que puede convertirse en una desconfianza generalizada y confusión emocional”. Esa herida abre paso a pensamientos dañinos como “¿qué me faltó?” o “¿qué tiene la otra persona que no tenga yo?”, que fragmentan la seguridad personal y reactivan heridas antiguas. “La vergüenza es más intensa cuando existe una traición, ya que aparece el miedo a ser juzgada, y por ello la persona puede aislarse”, añade.
Para García, lo que diferencia este divorcio de otros es la magnitud del trauma: “La infidelidad abre una herida narcisista… aparecen comparaciones constantes y distorsiones como: ‘nunca seré suficiente’”. Según su experiencia, “no se trata únicamente de la ruptura de un vínculo, sino de la experiencia de sentirse traicionado, engañado y reemplazado”. Esa vivencia complejiza el duelo y prolonga la desconfianza hacia futuras relaciones.
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Ambas coinciden en que no solo se pierde a la pareja, sino también la certeza de que la historia compartida tenía coherencia. La persona no solo enfrenta el presente, sino que se cuestiona todo el pasado.
Los hijos y el entorno en medio del conflicto
Los niños perciben lo que ocurre aun sin explicaciones. García detalla que los más pequeños suelen presentar “ansiedad de separación, miedos de abandono y conductas regresivas”, mientras que los adolescentes reaccionan con enojo y desconfianza hacia las relaciones. No es raro escuchar frases como: “si ellos se traicionaron, entonces el amor no existe”. Ese desencanto, advierte, puede marcar sus futuros vínculos si no se acompaña adecuadamente.
Zambrano recuerda que los hijos no deben colocarse en medio del conflicto: “En ocasiones sienten la traición como si hubiera sido hacia ellos”. Esa sensación genera división emocional y lealtades rotas. La familia ampliada y las amistades, por su parte, tienden a opinar sin que se les pida, a tomar partido o a invadir la intimidad. “La clave está en poner límites para que esa participación no genere más conflictos y dolor”, afirma.
Ambas psicólogas resaltan la importancia de separar los roles: la pareja puede terminar, pero la paternidad y la maternidad permanecen. Frases como “seguimos siendo tus padres, nuestro amor por ti no cambia” son esenciales para dar seguridad a los hijos y evitar que carguen culpas que no les corresponden.
Duelo, vergüenza social y diferencias de género
El duelo en estos casos se complica. “No solo es por la ruptura de la relación, sino también de la idea de amor, fidelidad y compromiso que se construyó”, explica Zambrano. Cuando aparecen sentimientos de humillación o deseos de venganza, la persona puede quedarse estancada. El enojo, añade, “puede generar decisiones apresuradas e impulsivas, o por el contrario trabar los procesos legales y emocionales”.
García propone mirar el proceso como un recorrido de etapas: impacto, rabia, tristeza y culpa, aceptación y reorganización. Cada fase trae su propio dolor, pero también la posibilidad de resignificar. “El dolor puede transformarse en resiliencia y en un punto de inflexión positivo para la vida futura”, afirma.
Sobre el peso cultural, García observa que todavía persisten frases como “hay que perdonar por los hijos” o “el divorcio es un fracaso”. Esto empuja a algunas personas a permanecer en matrimonios donde ya no hay confianza. Sin embargo, también nota un cambio generacional: hoy más personas entienden que divorciarse puede ser un acto de cuidado personal y dignidad.
En cuanto a género, Zambrano advierte que los hombres tienden a callar y a pedir menos ayuda terapéutica, mientras que las mujeres suelen buscar apoyo con más rapidez, aunque cargando con dudas hacia sí mismas. García agrega que algunos hombres viven el engaño como una herida al orgullo y reaccionan con rabia, mientras que en muchas mujeres predomina la tristeza. No obstante, ambas subrayan que lo determinante no es el género, sino los recursos emocionales y el acompañamiento con que cuenta cada persona.
Señales y herramientas para sanar
Zambrano recomienda trabajar la desconfianza y el duelo en terapia, fortalecer la relación con uno mismo y rodearse de entornos seguros. Advierte que una persona no ha sanado si mantiene inseguridades constantes, miedo a nuevas relaciones, revive con intensidad los detalles del engaño o presenta síntomas persistentes de ansiedad, tristeza o insomnio. “Mientras existan estas señales, la persona sigue conectada con quien traicionó y no es posible avanzar”, enfatiza.
García propone estrategias desde distintos enfoques: identificar y cuestionar los pensamientos de culpa, explorar heridas antiguas que amplifican el dolor y reescribir la propia historia con ejercicios narrativos. En consulta ha escuchado frases que resumen este giro: “pensé que el divorcio me había roto, pero en realidad me devolvió a mí misma”. Esa resignificación convierte el dolor en aprendizaje y abre espacio para relaciones más sanas.
Ambas coinciden en que un divorcio por engaño, aunque doloroso, puede transformarse en un punto de partida. “Toda crisis puede ser una oportunidad”, asegura Zambrano. Y la práctica clínica lo confirma: quienes se atreven a trabajar en sí mismos logran integrar límites más claros, fortalecer su autoestima y dejar de vivir bajo el peso del “qué dirán”.
Al final, lo que se quiebra con un engaño no es solo un pacto conyugal, sino la idea de un futuro compartido. Sin embargo, en medio de la crisis, las personas pueden descubrir que reconstruirse es posible. El reto está en transformar la herida en aprendizaje y volver a elegirse desde la dignidad y el cuidado propio. (I)