El río pasaba frente a su casa en Olmedo y, con él, la certeza de que el movimiento podía tener música. En ese pequeño pueblo manabita, Yesenea Mendoza comenzó a bailar sobre una mesa soñando en convertirse en Iris Chacón. No había público, solo familiares sorprendidos por aquella niña que buscaba el aplauso como si ya supiera lo que significaba estar en un escenario.
A los 4 años se mudó con sus padres a Guayaquil y, dos años más tarde, su madre la llevó a la Casa de la Cultura, donde vio por primera vez una barra de ballet. Esa imagen –madera, disciplina y silencio– la marcó para siempre. “Nací enamorada de la danza y la bendición fue tener unos padres que escucharan, porque la prioridad en los niños son los sueños. Nadie dudó de mí, ellos apostaron por mí”, menciona con la certeza de quien no recuerda un día fuera del movimiento.
A los 17 empezó su formación profesional, convencida de que el escenario sería su territorio natural, pero su destino no solo fue bailar: también enseñar. “Cuando tenía 12 años, como era la mejor alumna, las mamitas de mis amigas me decían para darles clases y me pagaban. Les daba clases particulares los domingos. Ahí me di cuenta de que me gustaba enseñar y el poder que una tiene al encaminarte como profesora y maestra. No es fácil, a ninguna edad”, recalca.
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Fundó el Centro Artístico Yesenea Mendoza, una escuela que pronto se convirtió en referencia dentro de la enseñanza de danza en Ecuador. Han transcurrido 32 años entre salones, coreografías y generaciones que la reconocen como guía, maestra y creadora de destinos.
Durante la pandemia, cuando los estudios quedaron vacíos y el país en silencio, no se detuvo. Transformó su método, enseñó desde casa, adaptó su pedagogía a las cámaras y sostuvo a sus alumnos en movimiento a pesar del encierro. Ese año en remoto fue una lección de resistencia. Al término de la crisis sanitaria tomó una decisión difícil: cerrar algunas sedes, incluida la de Manabí, y concentrar su trabajo en cuatro espacios activos en Guayaquil. Hoy, con 56 años, sigue vinculada a la danza con la misma intensidad de aquella niña que buscaba el aplauso en una mesa.
Su jornada empieza temprano y termina tarde; da técnica clásica, dirige presentaciones, acompaña a sus estudiantes en competencias, crea coreografías y mantiene la gestión de sus sedes. No concibe la vida fuera del ritmo. “Es complicado que un día a la semana no tenga nada que ver con la danza. Por ejemplo, los sábados tenemos cursos intensivos en nuestras academias, luego en el Malecón tengo mi programa con Fundación Malecón: Soy Bailarín Guayaquileño. Es una masterclass gratuita para la comunidad de danza. Soy jueza internacional, pero en cualquier parte del mundo estoy juzgando danza o en competencia o conferencia o en campamento de danza. No hay día sin danza”, afirma.
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De alumna a maestra
“En el Instituto de Danza Raymond Mauge Thoniel hago toda mi carrera de doce años, antes de salir del instituto me descubre José Miguel Salem, me convoca a Danzas Jazz. Salgo graduada del instituto, de mi colegio Rita Lecumberri y comienza la vida más pública”, rememora.
En esa misma época, la llama Ecuavisa para ser la anfitriona de un segmento de ejercicios, llegaron las entrevistas, portadas, contratos para presentaciones. La pantalla chica fue otro de sus escenarios por más de una década.
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“A mí me pasaba algo especial con la televisión. Estar ahí era un todo, requiere muchísimo tiempo y siempre estaba haciendo danza, siempre la preferí. Me dediqué a la televisión, lo que yo deseaba hacer, sin dejar que la danza sea una prioridad”, recuerda de esa temporada en la que forjó grandes amistades con personalidades como Úrsula Strenge y Mariela Viteri. Del campo televisivo, refiere, aprendes sobre lo que quieres especializarte y lo que no quieres hacer.
“Mi último programa era Al son de la noche, en Teleamazonas, y esos últimos años yo decidía ya ir maquillada, peinada y lista. Era un programa a la noche, tarde, todos los viernes y se me chocaban con contratos, que eran presentaciones de danza. Lo que me propuse a partir de ello, que era como a los 31 años, era no hacer cosas obligadas, solo lo que me apasiona hacer”, dice.
A sus 25 años, abrió el primer estudio de danza con su nombre y de forma paulatina reconfirmó la esencia que debía compartir a sus estudiantes. “Poco a poco comencé a darme cuenta de que no solamente era la parte técnica que debía enseñar, que el movimiento necesita tener magia, que el maestro sepa llegar al cien por ciento a ese bailarín y llevarlo a que se cultive a un nivel global, que su personalidad sea su voz, porque así construyo un bailarín seguro”, sostiene.
En su camino, Yesenea ha sabido aprovechar cada una de sus oportunidades. Tenía 20 años cuando la recibió.
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“Viajaba todos los fines de semana, tenía muchísimo trabajo, y me propusieron trabajar en Quito, en la Compañía Nacional de Danza. Eso implicaba que debía mudarme, pero toda la parte docente no estaba allá, el programa que hacía tampoco ni la revista en la que escribía. Fue una decisión bien tomada (permanecer en el Puerto Principal)”, añade.
Ser bailarina y maestra no son sus únicas facetas. También se dedica al coaching holístico de artistas, es conferencista internacional (vinculado al trabajo de empoderar a las mujeres desde el movimiento consciente del suelo pélvico), gestora de danza a través de la Fundación Malecón 2000 (en agosto realizaron la barra de ballet más grande del Ecuador con 100 bailarines participantes) y certifica con su método YesMen. “No me veo retirada, ni lo he pensado ni visualizado, porque siempre habrá algo que Yesenea Mendoza podrá hacer por la danza”, manifiesta.
¿Cómo le gustaría que la recuerden sus alumnos?
Me gustaría que me recuerden con la filosofía y el hacer con pasión todo. Con esa pasión que te lleva a una entrega absoluta para hacer todo lo que te encamines, que te lleva a un nivel de paciencia extra para conseguirlo, que te lleva a llenarte de convicciones, que te llena de retos, y todo eso envuelve ese valor tan sublime como es la pasión, hacer todo con pasión, desde lo que hablas, desde tu accionar, desde cómo tocas a un bailarín para corregir, cómo tocas a tus hijos para acariciarlos.
Madre de artistas
El arte en la vida de Yesenea no termina en el aula ni en el escenario: continúa en casa. Su historia personal está marcada por la misma pulsación que guía su trabajo artístico, con la convicción que la guía como madre y maestra: escuchar, acompañar y dejar ser. Tiene dos hijos: Alejandrito (21) y Yesenea Alfaro Moreno (19).
El mayor eligió la música como su propio modo de expresión (también cursa una carrera universitaria en Composición Musical), mientras que el camino de Yesi (como llama a la menor del clan) se entrelazó con los pasos de su madre. “Viste que te dije lo importante que es escuchar a nuestros hijos y saber las prioridades de ellos. Uno los encamina. Yesi y Alejandrito, de pequeños, hicieron de todo. Él hizo fútbol, natación, dibujo, escultura, ajedrez. Tenía 12 años cuando me dijo que quería tocar guitarra y ya no quería más fútbol”, indica.
Hoy el primogénito de la pareja se dedica a la música profesionalmente. “Es uno de los mejores guitarristas que tiene el Ecuador, con un gran oído musical, se codea con la alta alcurnia de los rockeros, le encanta el rock”, comparte orgullosa de su evolución.
Su hija, al igual que su hermano, tuvo una formación en diversas disciplinas y en el presente sigue una licenciatura en Danza.
“Yesi hasta hizo fútbol de chiquita, natación, ajedrez, patinaje y, obvio, hacía danza. Todo lo que ha hecho de danza es porque a ella le ha gustado. Es la única forma en que tenga autonomía, voz propia y brillo propio. Es la única forma en que ha conseguido ser una referente y apasionada de danza. Ella es muy disciplinada, muy creativa al máximo, amante de la improvisación. Ella se ha convertido, en esa categoría, en la bailarina joven con más reconocimientos en Ecuador”.
Yesenea se confiesa como una madre orgullosa, pero también rigurosa: entrega libertad, pero exige compromiso; celebra el talento, pero valora el esfuerzo. Es el mismo equilibrio que aplica en sus clases, en las que corrige con paciencia y forma con firmeza.
“Siento orgullo total, pero soy bastante exigente y trato de ser superimparcial con la vida de ellos a nivel profesional y dentro de la conciencia de esta imparcialidad, son dos monstruos esos pelados. Ellos me llenan de mucha aspiración e inspiración. Los visualizo más adelante con sus familias y encaminándolos de la mejor manera, porque son más sabios que papá y mamá, más hermosos, me llenan de mucho respeto”, enfatiza.
Amor y familia
La manabita ha sabido mantener en la intimidad su relación, un aspecto que pocas figuras públicas logran. Está próxima a cumplir 26 años de matrimonio con el exfutbolista y comentarista deportivo Carlos Alfaro Moreno. “Nos conocimos en el hotel Punta Carnero, cuando yo trabajaba allá. Nos conocimos y no nos separamos nunca más, seguimos juntos hasta el día de hoy”.
Una relación sentimental que comenzó bajo el foco mediático, pero que con el tiempo eligió un camino más reservado y lejos de las cámaras.
“Fue lo más acertado, somos muy de cuidarnos mucho y saber que esto es nuestro, es sagrado, bendecido y le damos el respeto y lugar que merece fuera de la prensa y los medios. Es lo más acertado que hemos hecho, nos hemos sentido cómodos y me encanta lo que hemos construido y cómo somos como pareja”, apunta.
El deportista tiene dos hijos de su primer compromiso: Gonzalo (29) y Florencia (32).
¿Qué sueños aún no cumple?
Quiero que Ecuador quede en los mundiales de danza, no solamente en un podio, que quede en un primer lugar, y lo vamos a conseguir. Hace poco logramos una medalla de plata en los Juegos Mundiales en China, y estas dos nenas cultivadas en el centro artístico fueron a representarnos y han estado detrás de ese podio trabajando por tres años. No conformarnos. (I)






























