En la ficción son familia, un parentesco complejo, entrañable y doloroso. En la vida real son un par de amigos y colegas relajados, que estallan en risas apenas se miran. Carlos Valencia y Marco Bustos no tienen aura ni poses de celebridades, sino de profesionales de la actuación. Se conocieron estudiando y ahora forman a otros. Siguen la tradición teatral.

Cuando lo conocimos en la gran pantalla, Marco era un joven adusto de cabello corto, pero ahora le llega a la cintura. En realidad pensaba cortárselo después de haber concluido un divorcio. Algo así como un ritual para cerrar ciclos.

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“Las mujeres son más del mundo de los sentimientos, de las emociones”, dice. “A los hombres nos cuesta un poquito más admitir ciertas cosas. Desde chiquito te dicen: ‘No, tú eres hombre, no puedes llorar’. Se aguanta uno”. Así que el corte era un cambio que sentía necesario. “Como el tiempo de cortar algo hermoso que fue y que ya no es”.

Al reunirse con el director Sebastián Cordero para aquel concilio creativo que desembocó en La misma sangre, anunció que iba a hacerse un cambio de look. El director lo detuvo. “Dijo: ‘No. El personaje está bien así’, insinuando que ya sabía lo que quería de esa interpretación.

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Marco tenía 20 años cuando tomó su primer trabajo en el cine. “Pero me acerqué al teatro como a los 11”, revela, y todo con la venia de su mamá, que quería alejarlo del fútbol. “Ella tenía una cafetería en la Facultad de Artes de la Universidad Central de Quito. Entonces, un día Antonio Ordóñez, director de la escuela de teatro de la facultad, viene y le dice: ‘Doña Bachita, présteme a su hijo para que actúe en una obra’. Debe haber sido en 1988 o 1989”.

Esa relación artística se mantendría. Ordóñez, prestigioso dramaturgo y actor, fundador del grupo Tzántzicos y director por más de 60 años del Teatro Ensayo, sería años más tarde el padre de Salvador, el personaje de Marco en Ratas, ratones, rateros.

Este dice que aceptó encantado ser actor infantil, y que se quedó porque pudo vivir la experiencia completa. Conoció el vestuario, vio desde adentro el diseño de la escenografía, la cámara negra. Le pusieron un traje de época, de terciopelo. “El teatro estaba nuevecito (era la inauguración). Creo que ahí me enamoré”. Pronto descubrió el teatro popular, con mensaje político, y también se involucró.

En esos años formativos conoció a Carlos Valencia, en Malayerba. Se graduaron en 1998, en el mismo año en que rodarían juntos. “Carlos estaba trabajando. Tenía mucha más experiencia”.

Marco, quien en los 90 estudiaba también Artes Plásticas, se presentó con otro papel en mente. No se lo dieron, porque querían que se probara en el protagónico, Salvador. Audicionó solo y luego con su compañero de fórmula.

“En ese casting con Carlos hubo una química desde el inicio. Logramos llevar la escena a una temperatura superimportante y entonces dijeron: ‘Paren’. Vi la cara de todos en el equipo y dije: ‘Algo pasó’. Ahí se inició todo el viaje”.

Enseñar a los niños, aprender de los jóvenes

A los 47 años, considera que esa película fue un regalo. “Yo venía del teatro. No había redes sociales. Me interesaba el cine, pero no funcionaba la economía. En Quito, por ejemplo, había solo un lugar donde podías estudiar cine. Era difícil o casi imposible. Mucha gente se iba a Estados Unidos o a Cuba. La mayoría estudiaba así”.

Y cuando buscaba una beca que al final no salió, se encontró protagonizando un largometraje en su propio país. Eso fue un impacto en su carrera, aunque en ese momento no podía saber las repercusiones.

Ahora dice que vive un tiempo de cambios. Hasta antes de la pandemia no manejaba redes sociales, ahora se está abriendo paso allí, y ha grabado unos cuantos videos promocionales con Carlos, para TikTok. “Yo creo que nos ha ido bien. En ciertos días había como cien mil vistas, guau, qué bestia. Hay que ir adaptándose, aprendiendo de los chicos que están trabajando”.

Desde 2004 da clases de teatro en el grupo Diferentes Iguales, que integra a actores regulares y con discapacidad.

“Cuando empecé, la pregunta era: ¿será que las personas con discapacidad pueden hacer teatro?”. Con ellos montaron Sueños, que se estrenó en 2009 en Quito, Guayaquil y Cuenca, y también en Suiza, Francia y Corea del Sur.

“Afuera nos decían: ‘A ustedes los asesoró el Cirque du Soleil’. Y no, era gente de aquí, diseñadores, bailarines, coreógrafos, todo el equipo de Ecuador. Ese ha sido uno de los proyectos que me han sostenido en el ámbito creativo. Y ahora estoy en otra etapa, no sé a dónde voy”.

Ese misterio parece intencional. Acaba de estrenar una obra de este género, El psicometrista, escrita por Christian Oquendo y basada en la historia real de Peter Hurkos, un pintor de brocha gorda que, tras un fuerte golpe en la cabeza, desarrolló habilidades psíquicas y se convirtió en un fenómeno mediático en los años 60 y 70.

Marco tiene tres hijos de 14, 11 y 8 años. Presiente que les interesa la actuación y cree que tienen posibilidades, pero deja que fluyan. “Doy clases de teatro en la escuelita de ellos, se meten en todo. Una cosa es que les guste, pero claro, luego se dan cuenta de que tienen que ensayar, trabajar, aprender textos, no es solo de aparecer”.

‘En este trabajo hay muchos prejuicios’

El actor mantense Carlos Valencia llegó muy joven a Quito con las intenciones de estudiar e integrar el elenco del Teatro Malayerba. “Viajábamos haciendo giras. Recorrimos muchos países de Latinoamérica, estuvimos en Europa, en Centroamérica. Eso te va consolidando en tus procesos”, dice de esos primeros espectáculos. “Te va ubicando. Y te va certificando que lo que estás haciendo está bien”.

El grupo tenía un objetivo, invertir sus ganancias en comprar una casa para la escuela de actuación, y lo cumplieron. Y en ese momento, a los 33 años, Valencia fue invitado a un casting de cine.

“No estaba el director, la productora me grabó. Sebastián vio eso y me volvió a llamar. Cuando llegué, me entregó un perfil del personaje y un par de escenas para improvisar. No sé cómo lo hice”, comenta, “pero al director le gustó”. La siguiente llamada sería para hacer una prueba con Marco. Después de eso le dijeron: ‘El personaje es tuyo’.

Ya había tenido experiencia en el cine, y no cualquier intento. Participó en Entre Marx y una mujer desnuda (1996), con la dirección de Camilo Luzuriaga y guion de Arístides Vargas, basada en la novela de Jorge Enrique Adoum. Ese mismo año estuvo en la miniserie Siete lunas, siete serpientes, del director Carl West, y en 1998 fue parte de Los Sangurimas.

“El formato audiovisual te da para experimentar mucho, la gente reconoce más tu trabajo, y ahora las redes son las que llegan a mucha gente”. Así que no se ha negado a experimentar con los nuevos medios.

“Mira, en este trabajo hay muchos prejuicios; cuando estudiaba teatro, la gente veía mal que tú te dedicaras a la televisión o al cine. Pensaban que ibas a contaminar la pureza de la actuación”.

Se reafirma como actor de teatro, esa experiencia irrepetible y emotiva. Pero no se cierra. “La pureza de la actuación no está dada por el formato, sino qué tan verdadero y creíble eres, tu estilo, tu marca personal”.

Actor y padre de familia

Parte importante de esa marca es el núcleo. Su biografía en Instagram dice: “Actor y padre de familia”. Carlos comparte el trabajo con su esposa, Yohanna Saltos, y sus hijas. Están involucradas en todo. Su hija Lina está por graduarse en Artes Escénicas. “Formamos un buen equipo”.

El grupo con el que trabajan tiene nombre. “Son los HT, los Hijos del Teatro”. Hacen funciones, pero no tantas como desearían. “No por falta de proyectos, sino por falta de tiempo. Dedicarse a esta actividad es muy desgastante. Para sobrevivir tienes que estar ahí 24/7”, dice Carlos, que haciendo cuentas da con más de 40 años de actividad. “Empecé a los 18”. Tiene 60.

Y entre la gira de La misma sangre grabó una película con el director Javier Mejía, se embarcó en un largometraje de Jorge Toledo (Última función, con Danilo Esteves y David Reinoso) y espera el estreno de un filme de Iván Márquez, Bloom.

Además, está emprendiendo un proyecto teatral en Manta y pensando en un festival de cine. Aunque asegura que la edad sí pesa, no tiene intenciones de parar. “La industria creativa no está en un buen momento… Hay muchos recortes, y la cultura es una de las que se van desechando primero. Entonces, tener resiliencia es importantísimo”.

¿Un actor piensa en el retiro o en la jubilación? “El retiro sí, pero la jubilación no, porque la mayoría no tiene seguridad social”, recalca. “Muchos compañeros han fallecido o están en condiciones muy vulnerables. La institucionalidad ha abandonado al sector. No hay ayuda. Los artistas nos convertimos en una suerte de gente con características de estoicismo, que resiste, que sobrevive, y así no puede ser”.

¿Ofrece la fama o el prestigio autoral alguna protección. “Sí, pero para los titulares de prensa, para el reconocimiento institucional. Para la práctica no. Un artista no tiene un ingreso fijo”.

Por eso propone cambiar el concepto del artista. “Yo creo que ahí está la clave, tenemos que vernos como emprendedores culturales, ir más allá, generar procesos que nos lleven a mover la industria cultural, la industria creativa”. (F)