Nuestra historia ha pasado por numerosos giros tecnológicos a los que solemos nombrar de acuerdo con lo que lo impulsó el cambio. El siglo XVIII fue la era de la mecanización. El XIX vio la revolución de la electricidad y la producción masiva. El siglo XX vio surgir la automatización a través de los ordenadores. Hoy estamos inmersos en la conectividad, el 4.0, el análisis de datos, la inteligencia artificial. ¿Y luego?

En realidad, lo que llamamos luego parece estar llamando a la puerta. Es la tendencia 5.0, la personalización en todas las áreas de servicio. La medicina, el comercio y el entretenimiento quieren saber más cómo crear un perfil a la medida de cada paciente, cliente y usuario. Aún no estamos exactamente allí, pero es adonde vamos.

Y aunque está costando muchísimo, hacia allá quiere avanzar también la educación, a la que el foro de educación digital Humus Connect, realizado en septiembre pasado por la fundación brasileña Humus, llama educación 5.0 o educación personalizada. En esta fase interesa el impacto de la tecnología en el cerebro, y las habilidades blandas o socioemocionales importan tanto como las cognitivas. Obliga a que los docentes vuelvan a formarse, que los currículos escolares se transformen y que los estudiantes sean cada vez más independientes.

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¿Y qué ocurre con el texto escolar? ¿Conviene mantenerlo en papel? ¿La digitalización es una copia exacta del diseño físico? ¿O el texto tendrá en un futuro cercano una auténtica versión para dispositivos de escritorio y móviles?

La editorial McGraw Hill apunta a esto con su SmartBook, al que presenta como “un libro de texto adaptado a las necesidades de cada estudiante”. Es en realidad una herramienta que permite a los actores educativos adaptar los contenidos del currículo. El estudiante no recibe todo de golpe, sino que el diseño le permite aprender a su propio ritmo. A través de la plataforma, el docente va evaluando cada lección y al mismo tiempo descubriendo la forma en que aprende cada alumno; se incorpora una modalidad competitiva para llevar puntuación de la clase.

Usar el libro como sello del proceso de aprendizaje

Por supuesto, hay quien se preocupa seriamente por el futuro del libro impreso en el contexto actual. Después de todo, los niños están estudiando en casa, en su mayoría con acceso limitado a internet y a dispositivos electrónicos. Para muchos de ellos, el libro o las guías impresas siguen siendo el principal y tal vez el único referente.

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La pedagoga y psicóloga Andrea Heredia sabe que hay una tendencia a mirar las plataformas virtuales como la solución y el libro físico como algo arcaico que ‘debe morir’. No está de acuerdo. “Los impresos son un mapa para los docentes, los estudiantes y las personas que acompañan en el proceso pedagógico. El texto es primordial para el desarrollo de las actividades”.

Lo que ocurre es que el trabajo del aula debe invertirse y el texto debe adaptarse para esa nueva realidad. La lectura en medios impresos debería ocurrir al menos 30 minutos al día para los escolares (el tiempo depende de la edad). El libro debe ser el complemento de la clase, después de la sesión y de las actividades o tareas. “Los textos deben estar bien elaborados para esto”, aclara Heredia. “No puede ser como antes, en que le pedíamos a la clase que abra el libro en la página 20 para que luego trabaje el contenido. Es al revés: trabajé la página 20 a través de múltiples estrategias en el aula virtual, y luego el libro es el refuerzo a todo lo que aprendí”.

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La pedagoga argumenta a favor del libro físico, al mencionar que el aprendizaje de los niños es sensorial, y que la pantalla permite esto hasta cierto punto. “Son estímulos diferentes, vienen cargados de luminosidad, movimiento y sonoridad; en cambio el texto impreso permite que el ojo se conecte a lo que está en esa página. En la parte táctil, estimula el colorear, recortar, pegar y escribir”.

Así que considera que las plataformas y los materiales impresos deben ir de la mano. En la pantalla, asevera, la lectura es posible hasta que aparece alguna notificación de las múltiples aplicaciones de comunicación y juegos que provocan que el estudiante pierda la atención (o más bien, la dirija a otro lado). Esos distractores que llevan a las dificultades de aprendizaje. ¿Cuáles? “Hoy tenemos niños con problemas de atención y concentración, dificultades por la ansiedad que generan esos impulsos intermitentes y de alta velocidad”.

Los rasgos se pueden identificar fácilmente. “Hay rechazo a las clases virtuales, llanto, irritabilidad. Si tratamos de conversar con ellos, están desconectados, pensando en otra cosa, en la pantalla”. Por esto existen las pausas activas, para que los niños puedan desenganchar la mente de la pantalla.

Las habilidades y las destrezas sociales sufren en una plataforma que, para Heredia, tiende a la individualidad. El niño trabaja solo, independientemente de sus compañeros. No ayuda mucho a esto la función de enmudecer a los participantes, privilegio del hospedador de la reunión. “Los niños ya no se pueden comunicar entre ellos”, asevera Heredia, y algunos pueden fácilmente dejar de ser participantes para ser observadores o receptores de estímulos, mientras que otros intentarán constantemente ser escuchados y vistos, desactivando sus micrófonos, escribiendo en el chat y garabateando la pantalla. “Si como niño pienso que no me escuchan, probablemente empezaré a gritar”.

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Es importante que las escuelas y los docentes tengan la habilidad del manejo del aula virtual. Una de las estrategias es crear grupos de participación, distribuidos a lo largo de las horas de clase. “Si no, se da el fenómeno de que siempre responden los mismos, mientras otros permanecen callados; cuando volvamos a la presencialidad nos daremos cuenta de que algunos niños no sabrán comunicarse en persona”. (I)