El historiador José Antonio Gómez Iturralde era un hombre que amaba a Guayaquil y que trabajaba por esta ciudad y por su historia. Los libros que escribió y publicó y las causas que lideró son un testimonio de ello. Era un hombre de espíritu siempre joven, pese a sus 90 y tantos años. Dinámico y con buen sentido del humor. Pertenecía a una élite ilustrada.
Lo conocí a finales de la década de los 90, cuando él dirigía la Fundación Miguel Aspiazu Carbo, que tenía a su cargo el Archivo Histórico del Guayas. En aquella época yo trabajaba en El Telégrafo, diario en el cual el Archivo Histórico del Guayas comenzó a publicar una página semanal, con temática histórica, que me correspondió coordinar y editar. Por ese motivo, tuve un trato directo y permanente con él y sus colaboradores, como el historiador Willington Paredes, por ejemplo.
Durante ese lapso pude ver de cerca su trabajo y su liderazgo. Creo que fue una buena época para el Archivo Histórico del Guayas. Don José Antonio priorizó la investigación sobre Guayaquil y sobre lo montuvio, las publicaciones de libros y la capacitación docente. Los profesores de la provincia cimentaron o renovaron sus conocimientos sobre historia gracias a los seminarios constantes que se impartían en la institución. Otra de sus preocupaciones fue el proceso fundacional de la ciudad.

Recuerdo que me dijo que no quería morirse hasta después de que Guayaquil cumpliera sus 200 años de independencia. Lo ilusionaba llegar hasta octubre del 2020 para presenciar la celebración del bicentenario".

Luego me cambié de trabajo (a EL UNIVERSO) y ya no tuve contacto frecuente con él. Hablábamos quizá por una entrevista o por una consulta puntual. Pero, creo, quedó el aprecio. Lo vi por última vez el pasado febrero, antes de que comenzara la pandemia. Fui a la biblioteca del Club de la Unión, su actual centro de operaciones, a realizar una consulta a Willington Paredes. Cuando finalicé la visita, don José Antonio, que se había acercado a saludarme, me dijo que me acompañaría hasta la puerta, pero en realidad siguió caminando más allá de la puerta, apoyado en su andador, y llegamos hasta el monumento a José Joaquín de Olmedo, en el malecón Simón Bolívar, al pie del río. Allí nos detuvimos a conversar un rato, en medio de un sol de las 16:00 que la brisa que llegaba del río hacía soportable.
Recuerdo que me dijo que no quería morirse hasta después de que Guayaquil cumpliera sus 200 años de independencia. Lo ilusionaba llegar hasta octubre del 2020 para presenciar la celebración del bicentenario. Me contó de la colección de libros que editaba en el Club de la Unión con ocasión de esta conmemoración. Y también de su grupo de amigos, los más viejos del club, con los que se reunía cada semana. Bromeó sobre la vejez y sus limitaciones. Y sobre otros temas. Luego me fui caminando por el malecón hacia el MAAC y él regresó a su Club de la Unión. Ese día tenía reunión con esos amigos.
Don José Antonio murió el pasado 21 de julio. Lamento su partida y que no se haya cumplido su deseo de llegar al bicentenario. Exalto su legado. Que Guayaquil lo recuerde siempre. (O)