A pesar de toda la atención que se le dedica a la ciencia y a la política del coronavirus, otro factor es igual de importante ante la pandemia: la forma en que las personas cambiarán.

Existen giros en nuestra forma de pensar, de comportarnos y relacionarnos (algunos deliberados pero muchos inconscientes, algunos temporales pero otros posiblemente permanentes) que ya están comenzando a definir nuestra nueva normalidad.

Las investigaciones respecto de los efectos de las epidemias y los sitios, junto con un cúmulo emergente de conocimiento acerca del coronavirus, nos dan algunas pistas de cómo podrían ser los próximos meses.

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Los supermercados en Estados Unidos indican a sus clientes la distancia apropiada entre personas: 2 metros.

Un mundo con cierres parciales

Hasta que logremos contener al virus, ya sea mediante una vacuna o una campaña estratégica mundial de confinamientos coordinados (que un estudio de la Universidad de Harvard calculó que podría tardar dos años en dar resultado), la vida diaria podría definirse desde los esfuerzos para controlar la pandemia.

No hay una fórmula maestra, pero las sugerencias de los expertos en salud pública suelen seguir un patrón: las reuniones numerosas deben seguir siendo escasas. Es probable que los viajes sigan estando bastante restringidos, en especial porque las sociedades que han controlado sus brotes querrán evitar que se presenten nuevos.

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Ganaron las pantallas

Antes del coronavirus, había algo que preocupaba: el tiempo que las personas pasaban frente a la pantalla. Durante la cuarentena, la sociedad parece haberse liberado de esa culpa, pues esa pantalla es el único contacto con sus padres, amigos del colegio y sus colegas del trabajo. O tomar cursos en línea. Muchos activistas pasaron años luchando contra el aprendizaje por internet en las escuelas. Argumentaban que no se podía remplazar la experiencia de estar frente a un profesor. Pero están cambiando de opinión.

Obsesión por el control

Durante épocas de cambios prolongados y radicales, las personas terminan cambiando, como quienes han sobrevivido a conflictos bélicos. Cuando el brote de coronavirus esté bajo control, es posible que la aversión hacia los extraños o los grupos numerosos de personas, y la amenaza de infección, resuenen en nuestras mentes durante años.

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Las sugerencias de los expertos en salud pública suelen seguir un patrón: las reuniones numerosas deben seguir siendo escasas. Es probable que los viajes sigan estando bastante restringidos.

El cambio psicológico más relevante en medio de la crisis generalizada podría ser lo que se conoce como “conducta prosocial”: verificar el bienestar de los vecinos, preocuparse por los necesitados, cocinar para los amigos. Ahora que estamos sitiados por la naturaleza y aislados en comunidades, nuestros instintos de supervivencia resurgen. Esos cambios de pensamiento no solo reflejan el altruismo consciente, sino un crecimiento emocional más profundo que puede permanecer aun después de una crisis.

En Francia. Una estación del metro marca el lugar donde cada persona debe permanecer de pie mientras hace la fila para el ingreso.

Cicatrices profundas

Los investigadores descubrieron que, en crisis anteriores, los traumas más profundos solo salieron a la luz después de haber finalizado. Es probable que a las personas se les dificulte controlar sus emociones y se les facilite recurrir al enojo y al pánico. Podría haber repuntes de insomnio y drogodependencia. La ansiedad podría permanecer durante mucho tiempo y cambiar la forma de interactuar de las personas durante un largo periodo.

Volver a la normalidad

¿Qué nos hace pensar con tanto afán en ese retorno? La falta de información correcta, dice Daniela Ziritt, psicóloga y máster en Ciencias del Cerebro y de la Mente. “Si nos limitamos a la información de nuestro país, no veremos las diferencias que hay en el manejo que los Gobiernos tienen de la pandemia y cómo piensan salir de ella”.

Además, está en juego nuestra capacidad de adaptarse a circunstancias adversas. “El cerebro puede generar nuevas habilidades, de ser necesario, y esos cambios se comunican de generación a generación”.

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Sin embargo, explica Ziritt, las últimas generaciones han tenido múltiples facilidades para aprovisionarse y relacionarse con otros. Así, nos sentimos menos aptos para enfrentar nuevas formas de vivir. Esto crea ansiedad y depresión, síntomas comunes en los últimos diez años. “Los hemos visto aumentar en la población joven y adolescente”, y en las circunstancias presentes se han disparado, porque no deseamos renunciar a la única forma de vivir que conocemos.

Por eso ha sido prácticamente imposible mantener el aislamiento voluntario. “Se nos dificulta ver nuevas formas de sostenernos”. En contraste, algunas comunidades han optado por el trueque, intercambiando bienes y servicios para tener sustento sin usar el dinero. En Facebook, algunas comunidades guayaquileñas de trueque se han activado también. Pero en general, “nos hemos vuelto poco flexibles. Nos aferramos a que la forma en que vivimos es la única posible, y volvemos a nuestras rutinas aunque el panorama es distinto”.

Es probable que el miedo a infectarse permanezca y haya un repunte de casos de ansiedad y depresión.

Burbujas sociales

Para quienes sufren el impacto de la soledad o las desventajas de la falta de contacto, una de las estrategias que algunos Gobiernos están considerando son las ‘burbujas sociales’.

Mientras en Nueva Zelanda la recomendación de permanecer en la casa sigue en pie, las nuevas reglas autorizan a la población a ampliar su círculo de contactos. Parece ser una manera de aumentar el contacto social y a la vez minimizar el riesgo de transmisión de la enfermedad, ya que si se produce una infección se queda dentro de la burbuja. Aplican condiciones: no más de diez personas.

La sociedad neozelandesa quiere preservar los vínculos sociales, porque estos favorecen el desarrollo, detalla Ziritt, docente de Psicología de la Universidad San Francisco de Quito. “Para los niños y adolescentes, el aprendizaje se da a través del juego. No hacerlo afecta su desarrollo emocional, cognitivo y motor”.

Pero la creación de burbujas sociales choca con la falta de disciplina de sociedades como la ecuatoriana. “Se ha hecho muy difícil en esta larga cuarentena reconocer que no solo nos cuidamos a nosotros y a nuestra familia, sino a las personas más allá de lo que podemos ver”.

'Antes de la pandemia mi vida era así, y cuando esto termine, voy a regresar a mi vida anterior'. Esta actitud debe cambiar.

“Este poco reconocimiento de los efectos de nuestras acciones a largo plazo es uno de nuestros defectos sociales. Los ecuatorianos vivimos del día a día, de lo inmediato”, y esto no se limita a lo económico.

Además, ya que hablamos de economía, esta se ha vuelto, como en todas partes, más competitiva. Tenemos mucho para elegir, pero poca conciencia de la procedencia de cada una de esas ofertas. “Compro lo importado porque es más económico, sin entender cómo eso afecta a la economía local. Es un conocimiento un poco más complejo pero necesario para entender las relaciones de causa y efecto y tener una mejor disciplina como ciudadano: qué puedo hacer yo por mi comunidad”.

Un cambio de actitud

Finalmente, considera Ziritt, está nuestra fijación con ‘volver’ a la vida tal como era. “Antes de la pandemia mi vida era así, y cuando esto termine, voy a regresar a mi vida anterior”. Esta actitud impide entender que la forma de percibir el ambiente, de relacionarnos con los demás y de comportarnos ha de cambiar. Si esta práctica no se inicia desde ahora, opina Ziritt, veremos de lejos estrategias como las esferas sociales reducidas.

Las formas de demostrar cariño y afecto cambiaron. Mantenerse separados es la nueva manera de transmitir que nos preocupamos por la salud de los demás.

Las conductas afectivas de los ecuatorianos también deben transformarse. “No es necesario demostrar cariño físicamente, puedo hacerlo a través de la palabra o de la simple acción de distanciarme físicamente, en oposición al pensamiento de ‘los quiero y por eso tengo que estar todo el tiempo con ustedes, visitarlos, tocarlos y verlos’”. El amor al prójimo incluye cuidarlo, aunque sea de nosotros mismos.

Pensar en ayudar a los demás es otra de las maneras de crear ciudadanía. A quienes nos ofrecían servicios regularmente y ahora están sin trabajo, ¿de qué manera les podemos aportar?, pregunta Ziritt, quien al momento participa junto con el centro Oasis Bienestar y Salud, brindando atención psicológica por videollamada (WhatsApp, 099 924 6048, 099 377 8247, www.oasissaludquito.com).

Vamos en camino a ser una forma de vida completamente distinta, resume la psicóloga, con menos interacción física, medidas más estrictas de higiene.

Esto, lejos de amedrentarnos o distanciarnos, tiene que traer a nuestra mente un pensamiento más inclusivo, “consciente de que no todos estamos bajo las mismas condiciones, algo que también ha evidenciado la pandemia”.