“Te busco perdida entre sueños…”, dice la canción Te busco (1993), no la más popular, pero para algunos la más sentimental que interpretó Celia Cruz, quien el pasado 21 de octubre hubiera cumplido 100 años. Nació en La Habana (Cuba, 1925) y murió en Fort Lee (Nueva Jersey, EE. UU.) un 16 de julio de 2003, lejos de su patria por su enemistad declarada con la dictadura de Fidel Castro. Ya 22 años de ese adiós, pero la guarachera no deja de sonar, como ella mismo dijo en Ríe y llora, porque “esta negrita no pasa de moda”.
El año anterior habían comenzado las conmemoraciones con un disco en su honor –con grabaciones en vivo de mediados de los 80– y un audiovisual corto sobre su vida en imágenes publicadas en su cuenta oficial de YouTube.
Conocida por grandes éxitos, como Quimbara, La vida es un carnaval, Que le den candela o La negra tiene tumbao, Celia Cruz es un referente de la música hispana, latina, mundial. Su carrera se extendió por siete décadas y sigue viva en su centenario.
Este año su tumba en el cementerio Woodlawn, en Nueva York –la ciudad de la que se enamoró en EE. UU.–, volvió a ser visitada por personas que aprecian su legado musical.
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Pero volviendo a lo importante, su vida, es grato recordar el impacto que tienen sus canciones, que aún se escuchan en programas, presentaciones e incluso premios internacionales con homenajes. Aunque no sé por qué se sintió un poco olvidado su centenario; quizá los problemas que aquejan al país y al mundo han logrado opacar lo demás. Pero si es así, solo es algo momentáneo, pues su son, como siempre, volverá enseguida cuando lo llamen. Parafraseando su tema Yo viviré (una versión de I will survive adaptada a su vida), ella tiene la clave de cualquier generación y estará en el alma de su gente, en el cuero del tambor, en las manos del conguero y en los pies del bailador. Será siempre lo que fue, dará su azúcar para ti y vivirá.
Desde sus inicios, cuando caminaba hacia la docencia, como quería su padre, no pudo esconder su voz y su carisma, y ya en su adolescencia comenzaron a explotar en un concurso. Destacó con su voz en solitario y luego alcanzó la cima tras unirse a la entonces reconocida orquesta La Sonora Matancera. Escuchar canciones de esa etapa, como Cao cao maní picao y Melao de caña, te hacen sentir el ritmo, especialmente si gustan de ese sonido tropical especial de mediados del siglo XX.
Como toda cubana, tuvo cierta simpatía con la revolución de 1959 de Fidel y los cambios que prometía, y hasta llegó a grabar con la Sonora una canción en apoyo a la reforma agraria, pero en muy poco tiempo se desencantó por las medidas represivas y comenzó la crispación con el régimen. Pese a ser ya la artista más popular de Cuba, decidió, junto con toda la Sonora, exiliarse en 1960 en México durante una gira, por las presiones que venían teniendo.
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Su enfrentamiento directo con la dictadura le impidió volver a pisar su patria. Solo en una ocasión viajó a la base de Guantánamo (un pedacito de tierra en el sureste de la isla en manos de EE. UU. desde 1903), en 1990, para tocar su tierra y llevarse un poco en un frasco de vuelta a su casa en EE. UU., donde vivía desde 1961. En el país del norte ampliaría su fama internacional con la Fania y como solista.
En Cuba, con la ley 989 de 1961, se incautaron los bienes de los que se habían ido, llamándolos ‘traidores’. Incluso se le negó la entrada a la isla cuando su madre moría, en 1962. Su voz fue proscrita en su país. Esto dejó un rencor mutuo entre el régimen (que continúa) y ella, que juró no volver mientras estuviera Fidel (murió en 2016). Algo que se registró en su música con la canción Por si acaso no regreso (2000). Incluso este año de su centenario en Cuba pasó sin pena ni gloria oficial.
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Ya afuera se hizo de un nombre: la Reina de la Salsa, ese menjurje de sonidos y ritmos que se vio mezclado en Nueva York con la Fania All Stars –aunque los cubanos dicen que es de ellos, debatido–, en la que su arte se unió al de otros grandes, como Héctor Lavoe, Tito Puente, Willie Colón, Johnny Pacheco. Ella fue la única mujer en integrar oficialmente la orquesta, con la que participó en el icónico concierto en Zaire en 1974, en el marco de la famosa pelea de box entre Muhammad Ali y George Foreman. En esta época saldría Quimbara (1974).
Desde mediados de los 60 ya había iniciado su camino en solitario, llegando –según ella– a terminar de enamorar a los públicos que aún se le resistían con La vida es un carnaval (1998). Luego no les huyó a los ritmos urbanos que surgían a inicios del nuevo siglo y pegó otro gran éxito con La negra tiene tumbao (2001).
Recuerdo haber visto en vivo por Telemundo el homenaje más significativo que se le dio en vida, en 2003, meses antes de su muerte, en el que famosos cantantes de diversos géneros y diferentes países le fueron a cantar sus canciones cuando, ya afectada por el cáncer, que había hecho metástasis en su cerebro, olvidaba las letras de sus canciones.
Es imposible no acordarse de sus divertidos momentos, como hacer salsa cualquier tema que la invitaran a cantar, desde una ranchera con Vicente Fernández hasta una balada con el histriónico Raphael.
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Celia Cruz visitó varias veces Ecuador, con la Sonora y como solista; le encantaba su público.
Quienes hemos visto sus entrevistas recordamos cómo le gustaba decir su nombre completo, ¡Celia Caridad Cruz Alfonso!, pero no su edad. En un divertido encuentro, Cristina Saralegui le preguntaba cuántos años tenía, y ella decía entre carcajadas: “Yo nací un 21 de octubre de mil novecientos punto com... Es de mala educación preguntar eso”.
Al escribir este texto se vienen a mi cabeza momentos de la vida que tuvieron de fondo su música, como de seguro también les pasa a muchas personas, y su pasión al cantar y bailar mientras gritaba: “¡Azúcar!”, de esa que te da energía, la de una cantante que siempre fue una estrella. (O)




















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