El último día de agosto del 2021, Kirsten Dunst viajó a Italia para el Festival Internacional de Cine de Venecia, donde se estrenaba “El poder del perro”, la película de Netflix dirigida por Jane Campion que cuenta con una de las mejores interpretaciones de la actriz de 39 años. Dunst llegó a Venecia después de meses en casa criando a un recién nacido y todo un año recluida en casa por la pandemia, ya sabes.
Dunst se puso un vestido de Armani Privé que la hacía sentir a prueba de balas y acompañó a Campion y al protagonista de la película, Benedict Cumberbatch, al estreno en la Sala Grande. Al terminar la película, el público ovacionó de pie “El poder del perro” durante varios minutos, y Campion y su elenco lucieron grandes sonrisas. Las cosas no podían haber salido mejor. ¿Se sentía Dunst emocionada?
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“Estaba tan feliz y emocionada por la experiencia”, dijo después, “con un agotamiento interno paralizante”.
Incluso cuando sonríe, Dunst puede sugerir que hay algo mucho más complicado bajo la superficie. Ese don le fue útil en “El poder del perro”, basada en la novela de Thomas Savage y protagonizada por Cumberbatch como Phil, un sádico propietario de un rancho en la Montana de 1925. Durante toda su vida, Phil ha mantenido a su hermano menor, George (Jesse Plemons), bajo su yugo, pero cuando George conoce a la melancólica Rose (Dunst) y se casa con ella de manera impulsiva, Phil se molesta con la intromisión de esta mujer y se propone destruirla.
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Entonces, le tiende una trampa a la pobre Rose: George adora a su novia nueva y la anima a sincerarse, pero todo lo que Rose exterioriza de sí misma es un punto de vulnerabilidad que Phil puede usar en su contra. Incluso cuando Rose recurre al alcohol para hacer frente a las actitudes dominantes de Phil, la escuchamos murmurar: “Es solo un hombre”, pero la manera en que Dunst pronuncia la frase, como si apenas creyera lo que está diciendo, sugiere que Rose conoce a la perfección el daño que pueden hacer los hombres.
Volver a enamorarse de la actuación
A sus veintitantos, cuando terminó tres películas de “Spider-Man”, Dunst había empezado a sentirse vacía. Aunque había encontrado un colaborador importante en Sofia Coppola, quien exploró las vertientes subversivas de la imagen de rubia-ingenua de Dunst con “Las vírgenes suicidas” y “María Antonieta”, los rodajes que la satisfacían de verdad eran escasos y muy distanciados entre sí. Actuar ya no le proporcionaba alegría; con demasiada frecuencia, el trabajo de su vida se había convertido en una tarea técnica con la que no sentía ninguna conexión real.
En 2008, después de ingresar en el centro de rehabilitación Cirque Lodge para tratar su depresión, Dunst se dio cuenta de que su profesión de niña había afectado su personalidad de adulta.
“Durante mucho tiempo, jamás me enojé con nadie”, dijo. “Solo me tragaba muchas cosas. Cuando estás en el plató, es actuación, es agradable. En un momento dado, tienes que enojarte, y creo que eso acaba por acumularse en una persona. No puedes sobrevivir así. Tu cuerpo te detiene”.
Por eso, tras entrar en los treinta y tantos y trabajar durante los últimos años con la profesora de actuación Greta Seacat, Dunst ha encontrado una nueva conexión catártica con su trabajo: quiere tomar todas las dificultades que la gente reprime y dejar que las veamos en sus interpretaciones.
“De eso debería tratarse la actuación”, concluyó. “Esas son las interpretaciones que me encantan, las que son más reveladoras sobre los seres humanos y las cosas más duras que experimentamos en la vida”.