Las últimas cinco Libertadores fueron alzadas por manos brasileñas. Y es muy posible que las próximas cinco también. Y de las últimas catorce, diez fueron para los clubes de la patria de Pelé. Ha sido justicia, fueron los mejores. No obstante, semejante dominio ya pasa a ser monótono, aburrido. Esto deriva en que el resto del continente se desengancha, sobre todo porque nunca tiene chances de ganar, algo fundamental para mantener el atractivo. El sábado último la final tuvo una expectativa inusual porque uno de los contendores era Boca. Y, como dice el aforismo, Boca es Boca, distinto a todo. Boca no tiene indiferentes, es un imán que atrae a todo el continente. Pero cuando el duelo decisivo se da entre dos brasileños, la audiencia tiene un bajón de estrépito, lo ven poquitos. La esencia de un torneo internacional es que se enfrenten rivales de diferentes países. Para eso se crearon. Si toca un choque Flamengo-Palmeiras, pues lo ven los de Flamengo y los de Palmeiras. El resto dice paso. Y, si además del favoritismo abrumador que hoy ostentan, se elige el Maracaná como “campo neutral” para que jueguen Flamengo o Fluminense, poder ganarles entra en el terreno de lo épico.