Un penal ensombreció el recuerdo de un artista de la pelota: Roberto Baggio, El Divino. No hubo futbolista italiano más refinado, un exquisito de la bola con un pincel en su pie derecho. El 10 por antonomasia. Era un purista del juego, tenía el plus de la estética y la aderezaba con el gol. Llegó al Mundial ‘94 con el lustroso cartel de Balón de Oro en vigencia. Para refrendarlo, llevó a una Italia discreta a la final con Brasil, luego de haber marcado cinco goles en los partidos previos. Era “su” Mundial, el que lo catalputaría a la historia. Ni Gianni Rivera ni Paolo Rossi ni Andrea Pirlo ni Francesco Totti, todos estaban muy detrás del Divino en el juicio de la historia. Sin embargo, el camino hacia la gloria total le reservaba un recodo traicionero: le tocó asumir la ejecución de un penal decisivo, crucial. En la final del mundo. Brasil e Italia habían igualado 0-0 en el tiempo reglamentario y definían el Mundial por tiros desde los doce pasos. Ganaba Brasil 3-2. Por la Azzurra ya habían errado Massaro y Baresi (sí, el fenomenal Franco Baresi…). Quedaba la última bala para Italia: había que meterla o adiós título mundial. Baggio era especialista en pelotas quietas. Se encargaba de penales y tiros libres. Le dejaron el último para asegurarlo, por ser una garantía. Llegó su turno. Sesenta millones de italianos conteniendo la respiración, pero no pudiendo contener el galope del corazón. Robertino no fallaría, era un genio. Serio, reconcentrado, tomó carrera, le entró bajo y la pelota despegó como el Apolo XI, hacia el cielo. Muy, muy alta, demasiado para ser cierto. Todo Brasil explotó de felicidad: tetracampeones.