BARCELONA, España

Hay dos Andrés Chiliquinga. Uno, el protagonista de la novela de Jorge Icaza, Huasipungo (1934), vive el horror de su época. El otro, el de Carlos Arcos Cabrera en Memorias de Andrés Chiliquinga (2013), viaja a Nueva York y sufre una pesadilla de nómada. Tienen el mismo nombre, se miran en el espejo de la novela, pero en la refracción son distintos. Hay setenta y nueve años de distancia y un proceso de cambio en el que la literatura ecuatoriana llega a una constatación: escribir una gran novela, sin instrumentalizar los temas nacionales, requiere una visión irónica y un alto manejo de la forma.

El nuevo Chiliquinga, otavalo y dirigente indígena invitado a la Universidad de Columbia, donde es obligado a leer por primera vez Huasipungo para hacer una exposición, revela que no hay nada mejor para cierta academia norteamericana, políticamente correcta, que tener el testimonio de lo real por encima de lo literario. Chiliquinga lo sabe: es un comerciante global que ha recorrido Europa y Estados Unidos y conoce la cotización de su imagen y la debilidad de las malas conciencias. Sigue marginado, pero también se acomoda a maneras rentables que no excluyen formas de machismo y conmiseración. Basta ver la manera con la que lleva (o se deja llevar) su relación con las mujeres. No es un ángel sino un hombre de carne y hueso y, por lo tanto, no es intocable a la crítica.

Mientras Huasipungo alude a la tierra desde el mismo título, estas Memorias de Carlos Arcos Cabrera aluden a la conciencia del tiempo. Crear en primera persona la voz de un otavalo de nuestros días no solo es un logro de verosimilitud literaria, sino que cala en lo que tradicionalmente era insondable para quienes no pertenecen (los “mishus”) al estamento indígena.

“El Icaza no nos conocía –dice Chiliquinga asombrado al leer Huasipungo–, decía media verdad”. Sin embargo, Arcos Cabrera no hace plano a su personaje: este se emociona al final con Huasipungo. Pero está marcada la distancia. El discurso en primera persona también revela, sutilmente, lo no declarado por el protagonista: su oportunismo. Me intriga saber qué habría dicho Chiliquinga si le hubieran pedido una exposición sobre otra novela de Icaza, El Chulla Romero y Flores. Al que lea entrelíneas verá que la perspectiva del escritor la incorpora en la conciencia de Chiliquinga. Eso permite la distancia necesaria frente a Huasipungo.

Con esta novela lúcida, precisa y amena, Carlos Arcos Cabrera rebate los tópicos del indigenismo y abre una nueva voz en la representación actual de la cultura indígena ecuatoriana. Se la reduciría si se la lee solo en un plano temático. Chiliquinga no lee habitualmente novelas, pero llega a atisbar su sentido de defensa individual en uno de los momentos más logrados de esta obra, cuando se evidencia el choque entre la concepción irónica de la novela y otras artes, como la música, que interesan más al protagonista. Cervantina en su recurso especular –que el personaje se encuentre retratado en un libro y adquiera conciencia de sí mismo– Memorias de Andrés Chiliquinga refuerza los caminos que está tomando la novela ecuatoriana en el siglo XXI.