Hace exactamente 220 años, la llamada Primera Revolución Psiquiátrica inauguró oficialmente la psiquiatría moderna y la institución mental, en Francia, en el Hospicio de la Bicêtre, bajo la dirección del pionero Phillipe Pinel, y por decisión política de la Revolución Francesa en el espíritu de la Declaración de los Derechos Humanos. En el siglo XXI, una revolución psiquiátrica propia ha empezado en el Ecuador, en la ciudad de Guayaquil, en el Instituto de Neurociencias de la Junta de Beneficencia, impulsada por un valioso y comprometido equipo de profesionales de diversas áreas con espíritu renovador, y liderado por su director médico, el doctor Fabrizio Delgado. Quizás los participantes más jóvenes aún no se han percatado, pero allí están construyendo algo que bien podría ser histórico y fundacional.
El primer objetivo ha sido desarticular el viejo y universal estigma social que pesa sobre los llamados “locos”: las personas con trastornos mentales graves. El Instituto ya empezó este trabajo y sabe que le tomará muchos años sostenerlo y lograrlo. En esta línea, una decisión importante fue cambiar de nombre a la institución. Por décadas, el significante “Lorenzo” ha sido equivalente de “loco” en el habla popular guayaquileña, reflejando el prejuicio y la marginación, y aludiendo al nombre anterior del Instituto que honraba al filántropo Lorenzo Ponce. La connotación del “Lorenzo” aún persiste: un programa de la televisión mañanera presenta un personaje llamado así, que viste –anacrónicamente– bata de loco y camisa de fuerza. Bien haría Ecuavisa en retirarlo, porque no es gracioso y más bien promueve el sostenimiento del prejuicio.
Los psiquiatras sabemos que los “locos” solo por excepción se tornan agresivos y que algunos despliegan un curioso sentido del humor, pero que las psicosis nunca son cosa de chiste. Son personas frecuentemente afables, respetuosas y respetables, y que a veces pueden leer en los llamados “cuerdos” aquello que estos no quieren reconocer en sí mismos: quizás por eso son temidos y rechazados. Ante eso, el Instituto ha desplegado una paciente gestión de reinserción social para los pacientes crónicos –los que han vivido allí durante muchos años– con resultados admirables: en diez años han logrado reducir el número de residentes asilados crónicos a menos de la mitad. Lo han logrado mediante el compromiso de todo el equipo y la detectivesca labor de Trabajo Social para ubicar a sus familias, trabajar con ellas para lograr que los acojan de vuelta y mantener seguimiento del proceso.
Pero no todos serán recibidos por sus parientes. Por ello, el Instituto ha creado la alternativa de los “hogares supervisados”. Son casas o departamentos sostenidos por la Junta de Beneficencia, donde viven seis personas que habían estado crónicamente asiladas, olvidadas por sus familias y marginadas por la sociedad, durante tiempos que oscilan entre… ¡quince y treinta años! Ahora son libres, trabajan, toman ellas mismas su medicación y tienen la supervisión constante del personal del Instituto. Como el asilo crónico atrofia el ejercicio de la condición de sujetos, el Instituto ha emprendido una campaña de cedulación que tiene un valor fundamental: reinscribirlos en el orden simbólico y restituirles su condición de ciudadanos con derechos. Nunca más apodos ni “Lorenzos”. Todos tienen nombre y apellido, y así merecen ser llamados.