Me imagino que cada uno de nosotros tenemos amargos recuerdos de cuando recibimos una injuria, fuimos objeto de acción injusta, recibimos un insulto fuera de tono o un agravio desproporcionado y la reacción que frente a ello, tuvimos. En algunos casos, ellos nos apesadumbraron, en otros, nos llenaron de ira y más aún de rencor; muchas veces pasamos horas cavilando cómo vengarnos y retribuir el daño realizado. Tengo recuerdos lejanos en mi niñez de cómo un alumno mayor del colegio, aprovechó de su tamaño para atropellarme y a mis compañeros de juego, quitarnos unos pocos reales y luego ufanarse de su “hazaña”; o de un profesor, cuya cara todavía guardo, que me llamó la atención burlonamente delante de todo el colegio, por algo que no hice. De una u otra manera el poder físico y el político educativo que entonces apenas intuía, estaba de parte de ellos; no hubo forma de denunciar el abuso, por más que lo pensé diez veces, comploté para mis adentros para hacerle algo al abusivo; examiné diferentes caminos, pero al final, me convencí que la razón, mas no necesariamente la justicia, estaba de mi lado y que esa superioridad moral, era más importante que cualquier reacción mía, que por su naturaleza, solo terminaría asemejándome con el abusivo.
Esa filosofía la he mantenido a través del tiempo, aun cuando con la madurez, examino minuciosamente la afrenta recibida y los hechos que la rodean, para tratar de descubrir si por alguna razón no visualizada, había motivos para ella; algunas veces llego a la conclusión de que algo que había hecho o dejado de hacer, disparó la reacción. Pero ese procedimiento obliga a tomar algo de distancia y examinar todas las aristas de los conflictos, dejar de lado el impulso inicial a la venganza y tener una reacción razonada y calmada, que puede en muchos casos significar, dejarlo pasar.
Obviamente, uno puede encontrar que esa afrenta recibida desde alguien que ejerce poder va más allá de un insulto y que utiliza el poder del que está dotado para realizarla o para saldar una cuenta o para entrar en una espiral de réplicas y contrarréplicas, y aun, que en un momento dado, insatisfecho con el intercambio de agravios, encontrar otros medios a su alcance para intentar hacer daño en el patrimonio de la persona con la que se ensaña, en su libertad personal, en el bienestar de su familia, de la empresa en que labora, incluyendo a quienes trabajan o colaboran en ella y aun a los derechos más generales de los ciudadanos, que por efecto de esa demostración de poder, se sentirán inhibidos de expresar su propia opinión sobre un asunto u otro, sea relacionado al tema que disparó la cadena de agravios iniciales o sobre otros controversiales. Una reacción tan abrumadora de quien ejerce un poder determinado y que exhibe “tenacidad y falta de escrúpulos y estratagemas y saña y concentración, de no tener más objetivo en la vida que perjudicar a su enemigo, desangrarlo y minarlo y después rematarlo” como cuenta Javier Marías de quien por débil que sea, se aplica a perseguir a alguien, me imagino, genera un sentimiento de indefensión abrumador.
Queda entonces el exilio, como lo hizo en su momento Juan Montalvo. Pero en la historia larga tengo la intuición que la valoración moral de lo acontecido, cambiará la percepción de ganadores y perdedores.