Las deprimentes invasiones que rodean el perímetro de Guayaquil deben tener más similitudes con los pueblos del viejo oeste americano del siglo XIX que con el centro financiero de esta ciudad. Nuestro país debe tener mucho más de cien años de retraso en relación a los países desarrollados. El progreso de un pueblo no se debe medir por la imponencia de un edificio reluciente en pleno centro de la ciudad, sino más bien por la desaparición íntegra de su miseria. Es difícil imaginar un Guayaquil en cien años sin esas moradas de caña aferradas a un negro y putrefacto Estero Salado. No hay señales para pensar que esta ciudad en cien años vaya a tener escuelas gratuitas públicas de excelencia, u hospitales públicos ejemplares, o autopistas donde no transiten peatones. Ni esta ciudad, ni ninguna otra en el país. No con la clase política que tenemos. Las ciudades pueden ser de personalidad pujante pero es el Gobierno central junto con la Asamblea los que tienen las competencias reales para transformar este país. Cualquier intento de gobiernos seccionales serán solo parches embellecedores de un edredón históricamente infectado de indigencia.

Aun así, nuestros políticos prefieren continuar con las trinchas de los ismos, sin notar que las ideologías son jaulas de pensamiento que no permiten buscar el bien común, sino únicamente el triunfo de sus verdades. Los pueblos necesitan ideas no ideologías. Los estados deben fomentar el motor del emprendimiento privado para con sus impuestos asegurar la educación, la salud, la infraestructura y la seguridad que su gente necesita. Sin generación de riqueza somos todos pobres.

En cambio en estos días los poderes del Estado están ocupados discutiendo sobre una nueva consulta popular. Hablan de toros mientras hay niños en las esquinas pidiendo limosna y sin ir a la escuela. Discuten de juegos de azar mientras en las calles los maleantes juegan con nuestras vidas. Una consulta popular que nació con el tema de la delincuencia se transformó en un híbrido laberinto que diluye al problema entre otros asuntos, cuando su prioridad es absoluta. Todo este debate de legalidad y de legitimidad de la consulta, todo este desgaste político y consumo de dinero del Estado se lleva a cabo mientras se abarrotan los pacientes en los hospitales públicos, mientras cientos de miles de personas no tienen trabajo, mientras los buses interprovinciales siguen desbarrancándose con exceso de pasajeros, y mientras miles de familias viven en casas de juguete. Ese es el Ecuador político al que estamos sometidos.

Cuando ya no haya políticos que se autoproclamen orgullosamente socialistas, comunistas o capitalistas, de izquierda o de derecha, sino simplemente ecuatorianos, será el comienzo de una nueva era. Cuando ya no haya políticos que tengan el descaro de criticar por ideología a países desarrollados, teniendo el Ecuador tantas falencias propias, ahí se iniciará un nuevo país. Cuando ya no haya políticos que por impulsar lo social olvidan lo privado, o lo contrario, ahí la historia cambiará. Cuando esa clase política evolucione o se extinga, el Ecuador podrá ser un país más justo para todos, y los cien años de retraso puede ser que sean solo cien.