Esta ambiciosa Historia del Ecuador cubre el periodo, en lo que ahora es nuestro país, desde la llegada de hombres y mujeres hace unos 10 mil años, hasta el gobierno del presidente Correa. Apoyado en una revisión amplia de la literatura académica de diversas disciplinas: antropología, ciencias políticas, sociología, arqueología, economía y de los trabajos más recientes de historia, Carlos Espinosa presenta una obra de casi 800 páginas, distribuidas en 15 capítulos.
La periodización que utiliza es reveladora de sus intenciones; no corta la cronología con García Moreno o con Alfaro, sino que les encuadra en periodos más largos. Esta opción rompe con aquellas historias marcadas por líderes y eventos y por una lectura que finalmente quiere encontrar filiación actual en el pasado y sus personajes. Esta Historia del Ecuador destaca algunos comportamientos de larga duración: el regionalismo, la modernidad barroca y el caudillismo, claves para entender quiénes somos.
Las bases del regionalismo pueden remontarse al siglo XVII, cuando ante el debilitamiento del poder colonial español las élites criollas fortalecieron su poder sobre las instituciones coloniales. Como resultado hubo un periodo de prosperidad marcada por la expansión de la actividad textil, pero también la agricultura. Los ricos criollos consolidaron la hacienda y el obraje, debilitaron a las comunidades indígenas, incluyendo los obrajes de comunidad. Guayaquil comenzó un modesto esfuerzo exportador de cacao que se afianzó en el siglo XVIII. Crecieron centros urbanos como Riobamba, Ambato, Cuenca e Ibarra. Este desarrollo temprano de una red urbana fortaleció identidades locales y regionales que fraguaron un comportamiento de larga duración: el regionalismo. Como dice Espinosa: “El regionalismo que caracterizó al Ecuador moderno nació en el siglo XVII”.
El otro comportamiento de origen colonial fue el barroquismo, en el sentido que le da el recientemente fallecido filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverria. La modernidad nuestra se caracterizó por el derroche en la fiesta religiosa, el individualismo como interiorización de la religiosidad, el énfasis en el carácter social del individuo, el monumentalismo religioso, en la veneración a las imágenes. A esto se agrega el disimulo vergonzante de la actividad capitalista camuflada en obra pía. Esta forma diversa de modernidad contrasta con la de la ética protestante, la idea del trabajo como progreso, la vida austera y el ahorro que caracteriza al norte europeo.
Con la independencia surgió un régimen político que, bajo la fachada de institucionalidad republicana, fortalecía el rol del caudillo y el de soberanía limitada, conducida o representada por las élites. El proceso independentista fue demostración de ello. La inconformidad con las políticas de la Gran Colombia en cuanto a extensión de los tributos a toda la población y la reducción de aranceles, impulsaron la autonomía de los territorios del sur, de manos de uno de los generales independentistas, alentados por las élites quiteñas. Así nació la figura del caudillo que puede verse en Veintimilla, Alfaro o Velasco Ibarra, pero también en los gobiernos populistas contemporáneos. Los intentos de prolongar sus gobiernos más allá de las reglas de alternancia política, la imposición de gobernantes títeres que luego desplazan, su incapacidad de fraguar coaliciones políticas estables generan la inestabilidad, tan propias de nuestro sistema político. También limitan la construcción de una ciudadanía activa, en la medida de que es el clientelismo el que intermedia en la relación estado-sociedad.