La escuela no es una empresa es un libro que hace pocos años apareció en Francia, donde el sociólogo Christian Laval analiza la situación del sistema escolar en su país, afectado por la influencia del capitalismo y de las políticas de mercado que pervierten la educación y convierten a la escuela en una empresa comercial y en un lugar de reproducción de las desigualdades. El propósito de la escuela, como proyecto empresarial, ya no es la inmersión en el mundo del saber y la cultura para aprender a conocer el mundo, sino la precoz inyección de la ideología del éxito social y académico, que en las escuelas ricas forma a la futura clase dirigente, la que regirá a la numerosa clase obrera, la que proviene de las escuelitas pobres y rurales.

Con algunas diferencias, las proposiciones fundamentales de Laval pueden extenderse a algunos países europeos y a casi todos los latinoamericanos, incluyendo el Ecuador. Sus reflexiones también pueden extrapolarse para la realidad de nuestras universidades. El acento actual del mercadeo de muchas instituciones educativas particulares en nuestro medio, empezando por las preescolares, está colocado en la promesa de un ascenso social y económico, donde el supuesto acceso al saber y la promoción del individualismo son argumentos que aseguran trabajos mejor remunerados, según se cree (o se hace creer). En esa propuesta no hay lugar para interrogaciones sobre la realidad nacional, para aprender a conocer y aceptar las diferencias de todo género, o para preguntarse por el sentido de la solidaridad.

Podría intentarse el antídoto de la “modernización” repartiendo computadoras en todas las escuelas, “como hicieron en el Uruguay”: la tecnología en tanto novelería no modifica las inequidades. No olvidemos que el verdadero fundamento de la educación siguen siendo los docentes bien formados, bien pagados y bien dispuestos que siguen utilizando la palabra, la tiza y el pizarrón para contagiar a los estudiantes el placer del aprendizaje, la tolerancia de las diferencias y el cuestionamiento de las desigualdades. También podría creerse que la solución es atacar el problema por el otro extremo y confiar a un ente superior la tarea de iniciar una purga entre las universidades decapitando a las más jóvenes y a las más pobres, y consagrando a las mejor dotadas: la muletilla de la “excelencia académica” no solo premia a las mejores sino a las más ricas y a las que mejor se venden.

La escuela no es una empresa que sirve a intereses monetarios particulares. Tampoco es una empresa que reporta beneficios políticos o electoreros a ministros o a gobiernos de turno. El Estado tiene la obligación de invertir en las escuelas en relación directamente proporcional con la pobreza de las mismas y con su lejanía de las capitales de provincia. Los ecuatorianos podemos constituirnos en movimiento social que rescate a la educación ecuatoriana de las fauces de los partidos políticos, de las empresas comerciales, del servicio a los intereses de clase, de cada nuevo funcionario que llega “a cambiarlo todo”, de los tempranos adoctrinamientos patrioteros y de nuestra propia inercia casi folclórica. Defender a la escuela de los ataques que con la misma voracidad y sutileza le llegan desde la izquierda y desde la derecha.