Recibo el eco de amores pirotécnicos de pronto gloriosos, a veces exasperados. Ignoro por qué me los cuentan a mí. No soy psicólogo ni sacerdote, intento comprender por qué tantos lectores me cuentan sus sinsabores. Los mails relatan lo que sucede en el corazón de la gente. Hay días en que nos sentimos inmortales por la intensidad de lo vivido, tocamos el cielo con ambas manos, nos creemos dueños del mundo, amanecemos con ganas de domesticar al sol, pensamos haber alcanzado la cumbre de la felicidad. Hay días en que Dios se halla tan cerca que se esfuma la incertidumbre, días en que un solo compás de Mozart basta para justificar la existencia de un ser supremo. Lo eterno traspasa el tiempo terrenal. Moriremos todos, mas la gente seguirá escuchando a Juan Sebastian Bach.
Hay días en que nos derrumbamos como naipes, tomamos conciencia de que mueren los seres, las cosas, a veces los amores. Nos damos cuenta de que la felicidad es maravillosa, inestable como pompa de jabón. Hay días en que resulta importante arrodillarnos frente a una flor, un niño, un trébol de buena suerte, como si Dios estuviera oculto en lo diminuto. Es más fácil buscarlo en medio del campo que en la majestuosidad de una catedral. Nos espera nuestra conciencia en la mano apergaminada del pordiosero, la mirada perdida de una mujer sentada en el suelo con un hijo a cuestas.
Hay días en que somos injustos con todo el mundo por sentirnos incómodos con nosotros mismos, llegamos al final de nuestra vida con un sobregiro afectivo que nos preocupa. Pensamos en las oportunidades que tuvimos de hacer el bien, recordamos aquellas veces en que caímos en la trampa de no hallarnos a la altura de nuestros principios. Hay una Madre Teresa que llegó a dudar de Dios cuando en realidad cada poro de su cuerpo arrugado era parte de la bondad eterna. No son muchos los seres dispuestos a asumir la soledad de los desamparados.
Hay días en que la vida parece ligera como cuento de hadas, otros en que luce como pesadilla. Hay empleadas domésticas que sueñan con la calidez de aquel pequeño pueblo donde conocían a todo el mundo. Hay policías, vigilantes, guardianes que velan por la felicidad de otros mientas sueñan con estar en casa para cuidar a los suyos. Hay vendedores de lotería que proponen a otros la felicidad que ellos nunca alcanzaron.
Hay prostitutas que se persignan, siguen en procesión a Jesús del Gran Poder, piden perdón por faltas cometidas sin malicia. Por una María Magdalena pueblerina ¡cuántas meretrices de reputación intachable! Hay niños autistas que nos miran sin vernos. Puedo caerme rendido en los ojos de Ariana, la que nunca habla, hasta que un buen día babea un te quiero, estremeciéndome con el tamaño de la palabra. Puede Saskia sacudirme como árbol mientras se ríe a carcajadas. Por un collar de colores encendidos, un perfume de intenso aroma, parece hallar algo de luz en su laberinto.
Y estamos nosotros, frágiles, mortales, rumiando con altivez nuestra insignificancia. Ser solamente buenos quizás no sea suficiente, lo difícil es ser constante.